El duelo crónico es la imposibilidad de elaborar una pérdida irreparable. Es cuando aún con el paso de muchos años el fallecido permanece vivo en el recuerdo como una llaga abierta.
La persona no puede aceptar haber sido despojado de su afecto, no puede incorporar el hecho a su historia y permanece esclavo del ausente, cuya memoria presente se impone patética como el primer día.
Elaborar un duelo significa la posibilidad de expresar la emoción del dolor por una pérdida, que si no se manifiesta quedará latente como una herida sin curar, que volverá a sangrar cada vez que una nueva situación de pérdida se produzca en la vida.
El modo de elaborar un duelo se relaciona con la estructura de la personalidad y varios factores se combinan para impedir la aceptación definitiva de un hecho trágico que no permite continuar viviendo normalmente ni recordar al ausente sin sufrimiento.
Una personalidad con tendencia depresiva puede hacer a una persona más vulnerable frente a las experiencias de pérdidas y llevarla a sufrir un duelo en forma patológica. Porque los factores endógenos que predisponen a una depresión pueden activarse ante una situación de pérdida afectiva y manifestarse como una depresión reactiva frente a esa circunstancia difícil, convirtiéndose en un detonante de una enfermedad latente.
La mayoría tiene los recursos para aceptar lo irreparable en el lapso de uno o dos años como máximo, siempre que no hayan quedado cuestiones sin resolver con la persona fallecida.
Desde una perspectiva humana se trata de descubrir la causa y encontrar un culpable, cuando lo que más incomoda es tener que aceptar que el enigma de la vida es que nunca el hombre podrá controlar todas las variables.
La desaparición física de una persona significativa, implica un cambio en la forma de vida de los deudos más próximos, o sea, tener que seguir viviendo de otra forma, sin esa persona, lo que provoca una crisis de identidad que a veces les permite tomarse el permiso para cambiar todo.
Pero el problema básico y común en los duelos no elaborados es la culpa; porque contrariamente a lo que se puede suponer desde el sentido común, no es el sufrimiento el que mantiene atado a un deudo al fallecido, sino la culpa.
En personalidades autosuficientes, acostumbradas a resolverlo todo y a enfrentar los desafíos, una pérdida afectiva puede exceder esta capacidad y ser vivida como un fracaso propio, quitando autoestima y generando el sentimiento de no haber podido hacer lo necesario para impedirlo.
Es normal que las relaciones afectivas, aún las más estrechas y bien avenidas, se basen en un sentimiento ambivalente de amor y de odio; porque la hostilidad nunca está ausente en una relación, ya que en general todas las personas son diferentes en algún aspecto y tienen modos de pensar distintos.
La persona que no puede elaborar una pérdida expresando el dolor; mantiene vivo al ausente, no se puede desprender de él y simbólicamente tampoco lo puede enterrar y atreverse a vivir sin su recuerdo permanente; dándole lugar en sus rutinas y ocupando un lugar preponderante en su vida.
La resistencia frente a los hechos irremediables implica que no se le puede perdonar al muerto haberse ido y a la vez sentirse culpable por no poder haber hecho nada para evitarlo.
La culpa la genera la hostilidad reprimida hacia el muerto, o sea, cosas que no se pudieron reparar en vida ú oportunidades de reconciliación perdidas.
Para dejar ir a la persona fallecida y poder continuar viviendo y disfrutar de la vida, es necesario perdonarse y perdonar al ausente, aceptando que pueden existir o no razones para que ocurran los acontecimientos y hechos que podremos evitar o no, por más grandes que sean nuestros esfuerzos.
Porque aceptar la muerte es aceptar la vida como es, no como nosotros queremos.
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