Nos hemos acostumbrado a no llamar a las cosas por sus nombres. Preferimos el eufemismo antes que la denominación correcta. Decimos “negociado” cuando debiéramos decir “robo” y “estafa”. Decimos “faltó a la verdad” cuando lo correcto sería decir “mintió”. Y preferimos hablar de “edad avanzada” o “tercera edad” cuando realmente tendríamos que hablar de “ancianidad” o “vejez”.
¿Por qué ese temor a la palabra “vejez”? ¿Por qué el ocultamiento de la edad se estima como una manifestación de coquetería? ¿Cuál es la razón del miedo a las arrugas, las canas o la calvicie? Somos una sociedad que le teme a la vejez.
El ideal de nuestro mundo es el hombre joven de músculos firmes, atlético y vigoroso. Todos los medios difunden esa imagen y toda la sociedad parece convencida de su pertinencia. Pero, sin darnos cuenta, estamos haciendo una regresión histórica y volvemos a las concepciones paganas - griegas y romanas - en que el hombre era fundamentalmente cuerpo y el ideal era el dios Apolo.
Cuando las empresas necesitan emplear buscan jóvenes de menos de 30 años, a los que, absurdamente, se les pide “experiencia”. Contra esta corriente ni siquiera las estadísticas, a las que somos tan afectos, han podido hacer nada. Es en vano que demuestren que un hombre mayor de 40 o 50 años es más cumplidor en su trabajo, falta menos, toma menos vacaciones, rinde en forma pareja, etc. Todo esto parece no tener importancia en una sociedad que ve con temor todo lo que signifique vejez.
El sabio Salomón decía hace tres mil años: “La hermosura de los ancianos es su vejez”. Seguramente la sentencia es incomprensible para hombres y mujeres del presente que intentan continuamente borrar todas las marcas del paso de los años en su cuerpo, aún a costa de lucir esas ridículas máscaras de pómulos como pelotas de tenis y ojos con la expresión de “yo no fui”, que suelen proporcionarles los cirujanos plásticos.
En el pasado el anciano era el que acumulaba la sabiduría y se constituía por derecho propio, en el consejero natural de cada comunidad. El anciano era la memoria colectiva decantada por la serenidad que otorgaba el tiempo vivido. Por eso las nuevas generaciones encontraban en ellos respuestas a los problemas de la vida.
El mundo presente ha privilegiado el mercado, la competencia y la productividad. Se busca el conocimiento, pero se desdeña la sabiduría.
Volvimos a dar vigencia a una despiadada sentencia de Cicerón que calificó a los ancianos como “superfluos”, justificando su desatino con el argumento de que consumían sin producir.
La ética judeo cristiana nos rescató de esa insensata forma de pensar, para hacer que en occidente se valorizara y respetara al anciano. Hoy, en este proceso de desacralización de todas las cosas, volvemos a reflotar los conceptos decadentes que habíamos desechado. Cuando vemos la forma en que se trata a los ancianos, las magras pensiones con que se los quiere sostener, la postergación constante de sus derechos, etc.- no podemos menos que espantarnos ante una sociedad enferma de canibalismo.
Todos, quién esto escribe y usted estimado lector, vamos inexorablemente hacia la vejez. Todos estamos, como decía Heráclito de Efeso, colocados en la corriente del río del tiempo. No solo ocupamos un lugar en el espacio, sino que nos deslizamos por esa otra dimensión inasible que contabilizamos con relojes y calendarios, pero que no podemos dominar.
En el pasado, con un sentido trascendente de la existencia, se miraba a la vejez como una etapa de realización plena. Hoy, frivolizados y empobrecidos por la óptica humanista, carentes de sensibilidad espiritual, sumidos en una visión intrascendente de la existencia, la vejez ha pasado a ser la antesala de la nada. Por eso asusta y se pretende conjurar de cualquier forma.
¿No sería más sensato recapacitar acerca del sentido que tiene la existencia y entender al hombre como un ser espiritual y trascendente? En ese rumbo encontraríamos la respuesta a un problema que ninguno puede sentir como ajeno.
Salvador Dellutri
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