Los seres humanos, en una actitud de soberbia, hemos pretendido erradicar lo que es un elemento constitutivo de la vida: el dolor. Pretendemos decidir lo que la vida es cuando en realidad somos gracias a la vida. Es natural, entonces, el consenso que actualmente existe en las diversas corrientes de la psicología humanística y transpersonal, en cuanto a que todo proceso de crecimiento o de maduración pasa, inexorablemente, por el dolor. En realidad pasa por reintegrar lo que artificial e inútilmente hemos intentado enajenar.
El punto se torna más crucial si recordamos que somos una totalidad y que el excluir una parte arrastra la exclusión de muchas otras. En este sentido, es habitual por ejemplo, que la risa escasee en los rostros de quienes hemos sido mezquinos en la aceptación del dolor.
Pero, ¿qué obtenemos de este esfuerzo por huir del dolor?
En primer lugar, no solo no logramos alejarlo de nuestras vidas, sino más bien lo perpetuamos. Ignorar la presencia del dolor se traduce en fijar, inconcientemente, un halo de amargura permanente en nuestra alma. ¿Cuántos de nosotros transitamos por la vida en la inconciencia de la mirada ensombrecida y el corazón resentido?. Lo que hemos descubierto, aquellos que alguna vez tuvimos la ilusión del olvido, es que en definitiva este no existe. Lo que sí existe es la negación, cuyo costo es el que mencionábamos antes. Nuestras memorias, especialmente la corporal, son infalibles e inagotables en su capacidad de traer al recuerdo lo que buscamos negar, no importa cuantos años insistamos en ese fallido intento.
Asumir y enfrentar el dolor nos da la posibilidad de diluirlo e integrarlo a nuestro ser, podemos transmutar la energía que él encierra, para transformarla y recrearla en nuevas formas de energía… finalmente, podemos trascenderlo; pero negar su existencia nos cierra la puerta a todas estas posibilidades.
En la evasión del dolor lo perpetuamos pero, además, lo acrecentamos. Nuestra actitud de esquivarlo es, en definitiva, oponernos, orientar nuestras fuerzas en su contra. Es casi como comprobar el principio físico de acción y reacción cuando observamos que la intensidad del dolor se acrecienta en la misma magnitud de la fuerza invertida en resistirlo. Cuando le damos la cara, nos encontramos con su verdadero antídoto: la expresión. La toma de conciencia activa, de manera instantánea, la magia de una alquimia que hace desaparecer el dolor para que este se transforme en grito y/o llanto, sobre los cuales podremos tener muchos prejuicios, pero hay un hecho innegable: no duelen. Sentimos el sonido rugiente que brota de nuestro cuerpo entero, como si fuéramos un parlante en vibración; sentimos la piel humedecida y las lágrimas emergiendo de nuestros ojos, pero no sentimos dolor…, sentimos su expresión.
Con lo dicho hasta aquí bastaría para reflejar lo absurdo de nuestros afanes por arrancar del dolor, pero más allá de ello, pagamos un costo muchísimo más importante: la pérdida de su sentido. Cada componente de nuestra experiencia humana tiene un sentido único e irremplazable; es una pieza clave en la comprensión, armonización e integración de la vida. Pero no hay manera de capturar el sentido profundo de una experiencia dolorosa si no estamos dispuestos a vivirla. El dolor tiene la facultad de las fuerzas centrípetas: nos impulsan hacia el interior, hacia el núcleo de nuestro ser, allí donde habitan las respuestas existenciales más profundas. Así es como podremos constatar que nuestras vidas se tornan superficiales cuando insistimos en la actitud de obviar la dimensión dolorosa de nuestras experiencias. De modo contrario, el dolor estará presente en los momentos cruciales y significativos de nuestra existencia: cuando resolvemos nuestros grandes dilemas, cuando asumimos nuestra misión y destino… baste recordar que habitualmente acompaña el momento de nuestra llegada, en el nacimiento y de nuestra partida, en la muerte.
“Tal vez, tal vez el olvido sobre la tierra como una copa,
puede desarrollar el crecimiento y alimentar la vida (puede ser),
como el humus sombrío en el bosque.
Tal vez, tal vez el hombre como un herrero acude a la brasa,
a los golpes del hierro sobre el hierro,
sin entrar en las ciegas ciudades del carbón,
sin cerrar la mirada,
precipitarse abajo en hundimientos, aguas, minerales, catástrofes.
Tal vez, pero mi plato es otro, mi alimento es distinto;
mis ojos no vinieron para morder olvido;
mis labios se abren sobre todo el tiempo, y todo el tiempo,
no solo una parte del tiempo ha gastado mis manos.
Por eso te hablaré de esos dolores que quisiera apartar,
te obligaré a vivir una vez más entre tus quemaduras,
no para detenernos como en una estación al partir,
ni tampoco para golpear con la frente la tierra,
ni para llenarnos el corazón con agua salada,
sino para caminar conociendo,
para tocar la rectitud con decisiones infinitamente cargadas de sentido,
para que la severidad sea una condición de la alegría,
para que así seamos invencibles.” - Pablo Neruda -
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