Aunque parezca osado, puede decirse que la mayor parte de las dolencias humanas tienen un trasfondo metafísico. En realidad conforme se indaga en la verdadera raíz de las mismas, observamos que en el origen de la enfermedad subyace en muchas ocasiones un gran desamparo, un desamparo cuya raíz está en la desconexión que experimenta ese encapsulado “yo”, desde el que se vive en la actual condición humana.
En realidad, nuestro padecimiento primordial alude a la amnesia de nuestra identidad esencial. Semejante olvido supone la gran pérdida, la pérdida tan extensamente reflejada en algunas religiones cuando aluden a una humanidad que se ve arrojada del paraíso, momento en el cual comienza al largo camino de vuelta a casa, un camino que comienza en lo prepersonal, avanza a lo personal y, culmina en lo transpersonal.
Se trata de un proceso que refleja la paradoja de la vida humana. Y en realidad, aunque nada sucede en la danza cósmica que no sea “divino”, no deja de parecer una broma de mal gusto, una broma en la que perder, para luego paradójicamente ganar, ¿perder y ganar el qué?. Sin duda todo un juego laberíntico que desde la mente racional no puede comprenderse. Está claro que esta pretendida comprensión, tendrá que darse en un nivel de conciencia que a la razón trascienda, un nivel desde el que podremos sonreír ante lo perfecto y bello de ese supra orden cósmico, que la mística tan diáfanamente experimenta y transmite.
Pareciere que esta desconexión con la Unidad que experimentamos, desconexión que algunos han llamado castigo y otros juego cósmico, acarrea toda una saga de perturbaciones, colapsos y otros accidentes que de alguna forma, traen un regalo escondido para el que los padece, el regalo de un impulso evolutivo hacia la búsqueda del tesoro perdido, la transformación personal y la consiguiente ampliación de consciencia. Es decir, un impulso tan malvado como benéfico para avanzar un paso más en el camino de vuelta a casa.
En cierto modo, nuestra problemática como humanidad es existencial. El ser humano que ha dejado atrás la condición puramente animal es religioso por su propia naturaleza, y desde milenios ha evidenciado el anhelo de reconocer algo sagrado que lo trasciende y “unirse a dicha realidad última”, unirse a ese Dios tan trascendente como inmanente que es intuido y honrado desde el misterio del corazón.
Nuestra civilización ha producido una enfermiza identificación con el yo, un yo que se experimenta como realidad separada y dual. Puede decirse que la llamada realidad suprema, origen y fin de todo lo que aparece, ha sido totalmente olvidada con todas las neuróticas consecuencias que conlleva vivir a merced de la dualidad y a expensas de la pura razón.
En el mundo actual, las religiones que hasta hace un siglo se han ocupado de hacer resonar lo que tan caro resulta olvidar, poco o nada van a inspirar a los jóvenes de hoy. Es el tiempo de los científicos maduros, es el tiempo de honrar un vacío cuántico desde el que, como sopa primordial inefable, aparecen y desaparecen las formas de lo que percibimos como creación.
El reconocimiento del misterio, ya sea explicado por el científico o por el peregrino con su íntimo compromiso de recorrer el camino espiritual, nos puede conducir a la vivencia mística, es decir, a la única puerta que puede transformar benévolamente al ser humano. Se trata ni más ni menos que de una íntima experiencia de Unidad, algo que está más allá del campo cognitivo. Una vivencia única e inefable que supone la chispa de superación del egocéntrico narcisismo que padecemos. Una chispa que reorienta al ser humano hacia una relación cooperativa y benévola con la vida, al tiempo que revela la relatividad del yo, y otorga sentido y belleza a la vida.
De nada sirven las predicaciones, las amenazas, la sugestión temporal de creencias, los fenómenos milagrosos y la diseminación de credos esperanzadores. Quien más quien menos “sabe” que si quiere libertad, tendrá que vivir eso que incluso intelectualmente parece claro como el agua. En realidad sabemos que tendremos que vivirlo para sentirlo, y desde ahí, desde el gran dentro, recrearnos en la liberación de la propia crisálida.
Tal vez sirva de algo reconocer la intuición de que en nuestra condición ordinaria, vivimos encapsulados creyendo ser únicamente el yo desde el que actuamos comúnmente, y cuántas dificultades ofrece el camino de desasirse desde fuera de tal egocéntrica identidad. En realidad, las horas de silencio y compromiso con ese desasimiento, son el llamado camino espiritual, el camino de la relativización del yo, que no de la negación del mismo. Un yo egoico que no es otra cosa que un organizador del conocimiento, algo tan simple y funcional, y a la vez tan hipnótico como atrofiante.
A este punto de desidentificación puede reducirse la doctrina espiritual de la humanidad, al reconocimiento de lo que no somos en realidad, y tras la insospechada vivencia de…., el retorno al vacío radiante y creador, un vacío que como pura conciencia revela la perfección que tan solo los místicos de todos los tiempos han señalado con unanimidad.
Mientras llega el despertar, ¿qué podemos hacer para vivenciar ésta Unidad?
Gran Koan, tal vez ni depende de lo que llamamos yo.
Ahí pues estamos unos y otros, subiendo la montaña, y querámoslo o no, unos lo hacen con un grado de consciencia y otros con los ojos vendados.
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