Más allá que para la ciencia actual es un hecho que los primeros seres vivos –organismos unicelulares- se originaron en el océano, la vinculación de las aguas primordiales al origen de la vida en nuestro planeta encierra, desde muy antiguo, una significación espiritual y simbólico-psicológica mucho más profunda que una coincidencia entre fe y ciencia. Pues también para la tradición bíblica el espíritu de Dios, el soplo divino dador de vida, fecundó desde los orígenes las aguas primordiales: “Al principio Dios creó los cielos y la tierra. La tierra estaba confusa y vacía y las tinieblas cubrían la faz del abismo, pero el espíritu de Dios se cernía sobre la superficie de las aguas”
El simbolismo del “Agua” encierra un misterio que fue atisbado desde muy antiguo por filósofos, alquimistas y místicos. Así, para el poeta Homero, el Océano es el origen de todas las cosas. Para Tales de Mileto el primer “filósofo de la naturaleza”, el principio originante de todas las cosas es el Agua. Pero no el agua como mera sustancia inorgánica como la concebimos hoy. Para los primeros filósofos, los elementos de la naturaleza eran manifestaciones de la “phýsis”: aquella Fuerza divina, es decir, imperecedera, eterna, que está en el origen del crecimiento y desarrollo de todos los elementos del cosmos. Según la tradición, Tales se interesó particularmente por la observación de los imanes naturales, de allí que para él todas las cosas, incluso las inorgánicas, estaban “plenas de dioses”, es decir: todo en la naturaleza está impregnado por una “Fuerza” intrínseca que origina movimiento, cambio, crecimiento, devenir, atracción, repulsión. En particular para Tales, el “Agua”, más allá de su carácter de elemento natural empíricamente observable, en cuanto principio metafísico originario de todas las cosas es portadora de dicha Fuerza divina
“Me quedé dormido y vi un sacerdote arriba, de pie frente a mí sobre un altar que tenía la forma de un cuenco playo. Allí mismo tenía ese altar quince escalones, para subir hasta él. Allí mismo estaba de pie el sacerdote, y oí cómo una voz desde arriba me decía: «He consumado el descenso por los quince escalones de las tinieblas y he consumado el ascenso por los escalones de la luz. Y el que me renueva es el sacerdote al quitar la solidez del cuerpo, y una necesidad hace que sea consagrado sacerdote, y alcanzo mi perfección convirtiéndome en espíritu… Yo soy Ión, el sacerdote de las cosas sagradas más íntimamente ocultas y me someto a un castigo insoportable…» …Y con sus propios dientes despedazó sus propias carnes y se desplomó. Lleno de temor me desperté y reflexioné: «¿No es esto algo así como la composición de las aguas?”
Ascender por los escalones de la luz significa una progresiva ampliación de la consciencia; en el lenguaje espiriutal se diría: “iluminación”. Lo cual va unido a la inmortalidad, que es el objetivo perseguido por el “opus alchimicum”. Por eso dice Jung: “El hombre espiritual se caracteriza por buscar el conocimiento de sí mismo y de Dios… Y el objetivo del opus es precisamente producir el cuerpo incorruptible, la cosa que no muere, la piedra espiritual, invisible, el «lapis aethereus», el remedio universal…”
Por eso, la alquimia antigua, detrás de su lenguaje oscuro y su incipiente descubrimiento de las propiedades químicas y físicas de los elementos naturales, contiene latente un proceso psicológico profundo y arcano, que incluye tanto una purificación espiritual, cuanto un despertar y progresiva ampliación de la consciencia.
Comentarios
Publicar un comentario