En 1975 conocí al médico psiquiatra David Dominguez. Él fue la primera persona que me habló de la muerte como algo natural y muy distinto a lo que nos enseña la religión católica que nos la muestra como el lugar donde pagamos las culpas o el lugar donde nos premian por nuestras bondades. Dominguez era un hombre que irradiaba paz y bondad. Él se distanciaba de los preceptos religiosos que rodean a la muerte y la enfocaba desde otro punto de vista más cercano y sin ese halo de terror y oscuridad. Era seguidor de Krishnamurti cuya lectura recomendaba. Desde que lo conocí comenzó mi interés en un tema que casi todos eluden. ¡Es tan difícil encontrar a alguien que quiera hablar de la muerte de manera profunda! Más difícil es encontrar a alguien que no eluda conversar sobre este tema sin temor.
Ante la falta de interlocutores, en 1986 comencé a frecuentar la Unidad de Tanatología que funcionaba en la Escuela de Medicina de la Universidad Central de Venezuela. Ahí me encontré con humanistas que discutían el tema con naturalidad mientras médicos y estudiantes de medicina nos miraban como a seres extraños. Fue una experiencia inolvidable e interesante. Ahí conocí sobre el buen morir , la eutanasia pasiva y activa y mi derecho a que no me mantengan viva a costa de lo que sea. Para entonces mi padre estaba muy grave. Padecía la metástasis de un cáncer de próstata. Aquellos encuentros de los jueves me sirvieron para saber qué hacer cuando mi padre entrara en su fase final. Mi padre -que sabía en lo que yo andaba- un día me dijo: “Ayúdame a morir”. Estaba en esa etapa en la que los dolores no se calman con nada y dejar que sufriera era tanto como torturarlo. Entonces, lo ayudé a morir. Fue un acto de amor porque adoraba a mi padre. No hacerlo hubiera sido un acto egoísta que contrariaba lo que había aprendido en años investigando sobre la muerte. De no ayudarlo a morir habría actuado como él no lo hubiera hecho si la enferma hubiese sido yo. Han pasado los años y sigo pensando que hice lo correcto al aceptar la petición de un moribundo que, sin mi ayuda, hubiera sobrevivido sólo unos días más en medio de los más terribles dolores.
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A la muerte la asumo como un posible nuevo destino del que nada sabemos, tal vez si lo supiéramos perdería ese misterio que la convierte en algo tan respetable y solemne. La belleza de la muerte está en su incógnita.
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Cuando estamos en el vientre materno tampoco sabemos nada del mundo al que venimos y eso no impide el que nazcamos. Nacimiento y muerte se unen en este punto, lo que nos obliga a pensar que lo desconocido está presente en nosotros desde el principio de nuestras vidas.
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Tal vez morir no signifique FIN. Quizás sea un viaje a otro universo, ¿mejor o peor? Lo ignoro. De cualquier manera, la muerte me preocupa mucho menos que la vida. Sigo pensando que lo mejor es vivir cada día como si fuera el último por aquello de aprovechar el tiempo, por si acaso.
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