La culpa inconsciente forma parte de las creencias, obstruyen el propio juicio y condicionan la manera de actuar.
Durante la infancia se incorporan comportamientos, hábitos, reglas y normas sociales en forma inconsciente, para ser cumplidos que luego, se asimilan y se hacen propias, convirtiéndolas en parte de la manera de pensar; y cuando éstas son transgredidas causan pérdida de autoestima y necesidad de reparación.
Una cosa es ser responsable de los actos haciéndose cargo de las decisiones y otra muy diferente responder a mandatos internos inconscientes sin emplear el discernimiento.
La culpa inconsciente limita las acciones, la libertad y el crecimiento y obliga a vivir en conflicto permanente, debatiéndose en un mar de dudas.
Los que viven pidiendo disculpas, sintiendo en el fondo que no se merecen lo que tienen, lo que son y ni siquiera estar vivos; que necesitan justificarse, dar explicaciones por todo lo que hacen y que se sienten responsables por todo y por todos; permanecen con la mochila a cuestas desde niños cargada de recriminaciones y reproches sin poder desprenderse de ella.
De esa manera sienten que están pagando por sus faltas, omisiones y errores y que si hubieran hecho lo que debían, que los otros pretendían que hicieran, la vida hubiera sido distinta y mejor para todos.
Permitir que las conductas del pasado influyen en el comportamiento presente es permanecer siendo todavía un niño, atado a la voluntad de los demás, que cree que no tiene valor alguno porque no fue capaz de cumplir con las expectativas.
Freud decía que liberarse de las dependencias es el objetivo principal del psicoanálisis; o sea, ser capaz de estar parado sobre los propios pies sin muletas ocasionales.
Respetarse es tener autonomía, bastarse a si mismo, decidir por si mismo aunque se cometan errores y ser capaz de estar solo sin tener que tolerar las acusaciones y los reproches en cada acto de independencia.
Nunca se podrá devolver a los padres todo lo que hicieron por sus hijos, porque la tarea de padre o madre no implica exigencia alguna sino renuncia a favor de la felicidad de ese hijo.
La vida es la que llevará a esos hijos a cuidar a los suyos y esa será la mejor retribución para sus padres.
De los padres se recibe la influencia de su filosofía de la vida, el convencimiento irrefutable de que el dinero es malo, la idea de que tener riqueza es señal de deshonestidad y también que no es bueno ser ambicioso; y eso seguramente es lo que creerán sus hijos cuando sean adultos.
De esa manera no podrán disfrutar de lo que ganen ni estar orgullosos de sus logros, porque pensarán que mejor es llorar miserias y quejarse para no humillar a los desposeídos.
El afán de castigarse por sentirse en el fondo culpable de todo, conduce a elegir mal las parejas, a conformarse con un trabajo mediocre, a no intentar cosas nuevas, a estancarse y no crecer o mejorar; a no permitirse gratificación alguna, a sentirse incómodo con el éxito, a fracasar en todo, a tener una actitud derrotita, a sentirse aislado y no querido, a decir siempre que si para que los quieran y a sacrificarse sin necesidad.
Se pueden trascender todas estas limitaciones cambiando las creencias y utilizando el propio discernimiento para tomar desiciones, sin dejarse llevar por el hábito de las conductas aprendidas y atreviéndose a ser quienes son, a respetarse y a ser capaz de cumplir todos sus auténticos deseos y su destino.
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