Aunque no se atreva a reconocerlo dentro de cada hombre palpita el anhelo de encontrarse algún día con la mujer salvaje, aquella que ha resistido todas las manipulaciones educativas y sobre la que no se han incrustado los condicionamientos morales y éticos de nuestra sociedad esquizofrénica. Y en el corazón de muy pocos sigue latiendo la esperanza de que algún día tendrán la fortuna de encontrarla. Yo ya había silenciado muchos años atrás aquella voz atávica cuando conocí a mi dublinesa en un vórtice de algún canal que conecta espacios y tiempos distintos, cumpliendo con ello la antigua ley de que todo está conectado, porque todo está en todo y todo pertenece a la misma unidad. Y, además de corroborar que la mujer salvaje existe, es como la cuentan las leyendas, una flor distinta en el invernadero que a veces no emite ningún perfume para que el agricultor no se dé cuenta, pero que cuando lo hace sabe muy bien quién se ha acercado a ella. Una flor tan distinta de las demás que no se parece a ninguna especie de colección o de libro, que no necesita plantarse a partir de semillas seleccionadas y genéticamente controladas, porque nace espontáneamente en el lugar más insospechado. No obedece a ningún plan de cultivo, porque no se la puede cultivar, simplemente nace donde quiere y vive como quiere.
Juan Trigo, en “Vórtices”
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