La mitad de la vida es el momento en que me detengo a cuestionarme sobre lo que he hecho frente a todos los sueños que tenía en mi juventud. Representa generalmente una crisis profunda.
Es cuando me doy cuenta cabal de que muchos sueños no los he podido lograr porque eran irreales, o no me convenían y que el tiempo ha pasado. Descubro que otras opciones y eventualidades surgieron en el camino, que tuve que vivir como se pudo y, a veces, tuve tan sólo que sobrevivir. Surge muchas veces un descontento con lo logrado y el anhelo de la juventud perdida.
Nadie nos orienta sobre cómo vivir esta crisis, qué hacer con ella y algunos se alocan: de pronto ya no les gusta su relación de pareja y quieren algo nuevo, o se compran un auto deportivo para sentirse adolescentes de nuevo o uno grande y potente para demostrarle al mundo que son grandes y poderosos, aunque por dentro saben que todo es falso.
La transición de la crisis de la mitad de la vida no se logra pataleando hacia afuera ni rompiendo con todo; a la Gauguin, quien dejó negocios, hijos y esposa y se fue a pintar a la islas Tahití. Se logra metiéndose adentro, viviendo el desierto interior, quedándose con los propios demonios.
El pasaje de la crisis de la mitad de la vida es tan difícil y tan importante como el de la adolescencia. Pero no es una segunda adolescencia ya que los sentidos de ambas transiciones son opuestos. El objetivo de la crisis de la mitad de la vida es la disolución del ego. El llegar a comprender que hay una dimensión mayor que el yo, más allá de lo que quiero, deseo y anhelo. Que finalmente no soy tan importante, que no soy el centro del universo, que hay tareas superiores a la satisfacción de mis metas personales.
El disolver el ego también implica darme cuenta que no sólo soy lo que me he dicho que soy, ya sea esto algo bueno o malo, sino que también soy lo opuesto. Que soy una totalidad, con muchas polaridades. Y nuestros adolescentes afortunadamente están ahí para ayudarnos a realizar esta tarea vital al decirnos sin darse cuenta: “no eres tan importante”, “no eres único”, “déjame ser alguien distinto a ti”.
Nadie nos orienta sobre cómo vivir esta crisis, qué hacer con ella y algunos se alocan: de pronto ya no les gusta su relación de pareja y quieren algo nuevo, o se compran un auto deportivo para sentirse adolescentes de nuevo o uno grande y potente para demostrarle al mundo que son grandes y poderosos, aunque por dentro saben que todo es falso.
La transición de la crisis de la mitad de la vida no se logra pataleando hacia afuera ni rompiendo con todo; a la Gauguin, quien dejó negocios, hijos y esposa y se fue a pintar a la islas Tahití. Se logra metiéndose adentro, viviendo el desierto interior, quedándose con los propios demonios.
El pasaje de la crisis de la mitad de la vida es tan difícil y tan importante como el de la adolescencia. Pero no es una segunda adolescencia ya que los sentidos de ambas transiciones son opuestos. El objetivo de la crisis de la mitad de la vida es la disolución del ego. El llegar a comprender que hay una dimensión mayor que el yo, más allá de lo que quiero, deseo y anhelo. Que finalmente no soy tan importante, que no soy el centro del universo, que hay tareas superiores a la satisfacción de mis metas personales.
El disolver el ego también implica darme cuenta que no sólo soy lo que me he dicho que soy, ya sea esto algo bueno o malo, sino que también soy lo opuesto. Que soy una totalidad, con muchas polaridades. Y nuestros adolescentes afortunadamente están ahí para ayudarnos a realizar esta tarea vital al decirnos sin darse cuenta: “no eres tan importante”, “no eres único”, “déjame ser alguien distinto a ti”.
Pues bien, estas son las tareas vitales que nos toca vivir. Cada uno, a sus ritmo y con sus recursos, vamos andando, en el camino, creciendo, viviendo lo que tenemos que vivir.
Te deseo mucho éxito en tus procesos vitales.
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