Sonreía a la estrella de su alma cada amanecer, cuando los primeros rayos de sol hacían el intento de penetrar a través de la oscuridad que amenazaba con desaparecer para dejar paso al día.
No deslumbraba en ninguna reunión a las que iba, su sabiduría quedaba por debajo de aquella especie de timidez-humildad -humanidad en las que deseaba convertirse, sin darse cuenta de que aquello en que deseaba ser, ya era.
Muy a pesar de que caminaba sóla en una ardúa tarea de sanar miles de vidas, sabía que la conexión con todo lo divino no la dejaría perderse por muy perdida que a veces se sintiera.
Se sumergía a veces, en los más estrangulados llantos por sus tristezas, pero la presencia de una fuerza increiblemente amorosa, el abrazo de lo que podríamos llamar su Angel de la Guarda, su Guía o sus Guías, aquellos seres de luz, que desde lo invisible con la vibración del amor se hacían visibles, no a los ojos humanos, pero si al latido de su corazón, la hacía agradecer incluso la lágrima más abrasadora.
Allí volvía a estar, sóla ante la vida, sóla ante el sendero que tantas veces se había empeñado en abandonar, pero el camino era ella misma, como muchas veces se había repetido a ella y al mundo y ella era infinita.
Hacía tanto tiempo que le dolía aquella profunda sanación, tanto que a veces hubiese preferido caminar hacía el gran desierto dónde todo se desvanece.
Nudos en la garganta, puñales en el corazón, manos llenas de energía, dulce vibración, sentimientos, amor, desvanecimiento, todo estaba en ella.
La conexión es infinita.
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