Caminaba descalza a orillas de ese río, su único ropaje era una túnica con el color de la luna. Su única compañia un anciano búho y un antigüo lobo.
Avanzan por la orilla en una conversación de silencios. La sincronización es perfecta entre ellos.
Si la ves desde lejos parece ajena a todo, sin embargo está en contacto con todo. El lodo que a veces pisa la hace entrar en contacto con una sensación extraña de lejana soledad. Las piedras que a veces se clavan en sus pies, despiertan un dolor guardado en las profundidades de su cuerpo.
Camina...Le gusta estar así, sintiéndo ese frío que no la molesta. Ya casi nada puede perturbarla.
Se dejan llevar hacía un camino que se adentra en el bosque. Marcado seguramente por otros caminantes nocturnos, que como ella vagan por las noches por los senderos extraños del laberinto íntimo del alma.
Cada recuerdo doloroso que aparece en su piel, la hace estremecer, es entonces cuando el lobo aulla y el aullido se entremezcla con lágrimas que brotan de su interior. Su fuero interno clama. El búho posado en uno de sus hombros la mira, de esa forma en la que sólo los búhos miran. La mirada del búho atraviesa las paredes ancestrales de su ser contándole una lejana historia.
Camina sóla por la vida, sin contar con nadie. Acogiédo y asumiéndo dolores que no le pertenecen. Pero ella es así. A nacido para transmutar viejas heridas, viejas historias. Sólo ella y la compañía de ese lobo y ese búho lo saben. Por eso velan por ella.
Tiene fama de rara, de hermitaña, de sería y de arisca. A la vez, quien la ve de verdad puede palpar su extrema sensibilidad, su ternura y su amor por todo ser viviente. Antaño le dolía incluso ser así. Pero cada vez le importan menos las apariencias. Por eso camina descalza, semidesnuda, mirando de frente el dolor.
Es capaz de llevar a su corazón las torturas más severas que la vida le determina.
Las lágrimas que descienden de su alma a su corazón le dibujan una ligera sonrisa de amor incondicional por todo lo que se expresa, por todo lo vivido, por el dolor propio, por el dolor ajeno, ese dolor que quema cada noche en la hoguera del cáliz de su corazón.
El cielo comienza a amenazar con los primeros rayos un nuevo amanecer.
Sonríe y abraza con su mirada al búho y al lobo. Los acaricia con sus manos de luz sanadora con las que bendice la vida. Y reinicia la vuelta a su hogar para ponerse el disfraz de hermitaña, sería, arisca...
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