Será porque algunos queridos amigos se han enfrentado inesperadamente estas Navidades a enfermedades gravísimas.
O porque, lo que espero de mi compañero es que sea un hombre que no posea nada material pero que tenga el corazón y la cabeza más sanos que yo pueda conocer y que cada día junto a el aprenda algo valioso.
O tal vez porque, a estas alturas de mi existencia, he vivido ya las suficientes horas buenas y horas malas como para empezar a colocar las cosas en su sitio. Será, quizá, porque algún espíritu de la sabiduría ha pasado por aquí cerca y ha dejado llegar una bocanada de su aliento hasta mí...
El caso es que tengo la sensación al menos la sensación de que empiezo a entender un poco a esto llamado vida.
Casi nada de lo que creemos que es importante me lo parece. Ni el éxito, ni el poder, ni el dinero, más allá de lo imprescindible para vivir sin aprietos, pudiendo sin dificultad tener para cualquier imprevisto.
Paso de las cualidades con que me califican los que me estiman y de los halagos sucios. Igual que paso del fango de la envidia, de la maledicencia y el juicio ajeno.
Aparto a los quejumbrosos y malhumorados, a los egoístas y ambiciosos que aspiran a reposar en tumbas llenas de sus egos inflados y cuentas bancarias, sobre las que nadie derramará una sola lágrima en la que quepa una partícula minúscula de pena verdadera.
Rechazo el cinismo de una sociedad que sólo piensa en su propio bienestar y se desentiende del malestar de los otros, a base del cual construye su derroche.
Y a los malditos indiferentes que nunca se meten en líos. Señalo con el dedo a los hipócritas. A los que te aplauden cuando estás arriba y te abandonan cuando estás abajo. A los que creen que sólo es importante tener y exhibir en lugar de sentir, pensar y ser.
Y ahora, en este momento de mi vida, no quiero casi nada. Tan sólo la ternura de un amor y la gloriosa compañía de mis amigos.
Unas cuantas carcajadas y unas palabras de cariño antes de irme a la cama.
El recuerdo dulce de mis amigos muertos. Un par de árboles al otro lado de los cristales y un pedazo de cielo al que se asomen la luz y la noche. El mejor verso del mundo y la más hermosa de las músicas. Por lo demás, podría comer papas hervidas y dormir en el suelo mientras mi conciencia esté tranquila.
También quiero, mantener la libertad recién recuperada y el espíritu crítico por los que pago con gusto todo el precio que haya que pagar. Quiero toda la serenidad para sobrellevar el dolor y toda la alegría para disfrutar de lo bueno.
Un instante de belleza a diario. No echar de menos a los que se fueron, porque jamás me conocieron ni me apreciaron.
No estar jamás de vuelta de nada. Seguir llorando cada vez que algo lo merezca, pero no quejarme de ninguna tontería.
No convertirme nunca, en una mujer amargada, pase lo que pase.
Y que el día en que me toque morir, un puñadito de personas piensen que valió la pena que yo anduviera un rato por aquí.
Sólo quiero eso. Casi nada o todo.
Ketzali
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