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GESTALT: Amar con las manos

Por Alfonso Colodrón


Cuando nuestro antepasado común, el homo erectus, liberó las manos y empezó a caminar exclusivamente sobre la planta de los pies, se produjo un enorme salto evolutivo. Las manos no sólo empezaron a fabricar herramientas y armas, sino que también iniciaron un largo aprendizaje para comunicar, para dar y recibir, para acariciar y amar.

El lenguaje ha ido acumulando expresiones que ponen de relieve la importancia que atribuimos a las manos. La deferencia y la confianza pueden expresarse "dando la mano", el compañerismo, "echando una mano" y la solidaridad, "trabajando mano a mano". Si queremos pasar del discurso a la acción, nos ponemos "manos a la obra". De alguien muy expresivo decimos que "habla con las manos" y de la persona con la que podemos contar afirmamos que "siempre está a mano". El novio decidido a cerrar su compromiso amoroso "pide la mano" de su prometida, como símbolo que representa la totali-dad de la persona.

Las manos crean belleza en un cuadro o moldean con perfección la arcilla del alfarero, acarician las cuerdas de una guitarra sacándola de su silencio, siembran la semilla y recogen sus frutos, dan una palmada amiga o un empujón salvador, curan y cuidan al enfermo, acogen al recién nacido y cierran los ojos del moribundo. Todas ellas son maneras de crear amor, de expresar amor, de amar por las buenas. Creamos nuestro universo con el pensamiento y la palabra, con las manos lo recreamos y lo mimamos cada día.

Las manoscomunican

Una mano abierta es el gesto primitivo más universalmente inteligible, signo de paz y de saludo, promesa de una posible relación con "el otro" que nos es desconocido. Cuando tendemos la mano a alguien, se establece además un primer contacto físico. Nuestra piel se pone en contacto con otra piel, que puede ser cálida o fría, húmeda o seca, áspera o suave. En muchas ocasiones es entonces cuando se produce una corriente de simpatía, un movimiento de repulsión, o simplemente de indiferencia. Decimos que ha funciona-do o no "la química" entre dos personas.

En gran parte de los países occidentales, casi todo el contacto físico en las relaciones sociales queda limitado a ese primer apretón de manos. Parece existir un miedo atávico, una especie de tabú difícil de transgredir, que nos impide ir más allá. Cualquier otro gesto se ve cargado de una connotación sexual en sentido estricto. Sobre todo entre hombres. Toda otra muestra de afecto, cariño o efusividad corporal queda acotada al terreno deportivo, donde se consideran normales expresiones de arrebatamiento, que caerían bajo sospecha en cualquier otro contexto.

Sin embargo, en otras culturas el tacto y el contacto no han sido tan reprimidos como en Occidente. En China puede verse a los soldados fotografiarse cogidos de la mano con un candor que recuerda las estampas de Primera Comunión de nuestra infancia. En Marruecos, es más fácil ver hombres paseando de la mano o cogidos del hombro que mujeres. Cuando los yanomani de la selva amazónica venezolana encuen-tran a un forastero, pellizcan suavemente su piel, la masajean a modo exploratorio, con una curiosidad y un ardor desprovisto de toda connotación sexual; en breves instantes, llegan a producir una especie de éxtasis colectivo contagioso.

Estas diferencias abismales están asociadas a la infancia, a cómo y cuánto hemos sido acariciados durante las primeras fases de nuestra relación con el mundo. Si nuestros padres tenían un excesivo pudor de sus propios cuerpos, transmitido a su vez por sus padres, lo más probable es que el mensaje haya quedado grabado en nosotros: ¡atención!, hay algo de no natural en todo este asunto, o incluso algo de lo que avergonzarse. Este mensaje ha sido recibido a veces en el inicio de la pubertad, cuando el padre o la madre se han sentido incómodos ante la sexualidad incipiente de su hijo o de su hija. Como consecuencia de esta especie de herencia biológica, no es extraño que se produzca un distanciamiento de nuestro cuerpo y del de los demás; queda así reforzado el círculo de la separación y del aislamiento.

¡Papá, dame un abrazo!

La última película de Alan Parker "El Balneario de Battle Creek" muestra el paradigma de la educación clásica, con muchos principios y ninguna muestra de afecto corporal. Uno de los persona-jes, un alcohólico y rebelde con causa, al borde de la demencia, pasa toda su vida en una sucesión de actos de provocación para llamar la atención de su padre, el Dr. Kellogg, que cree haberle dado todo lo necesario para su educación; al final, en una dramática escena, acaba balbuceando lo que había estado necesitando desde pequeño: "Papá, dame un abrazo".

Algunos estudios médicos han demostrado que los niños que han tenido más contacto físico con sus madres durante los tres primeros años de su vida poseen un sistema inmunológico más fuerte. Sin saberlo, es lo que muchas madres de las montañas de Tailandia, Bolivia, o Nepal, por ejemplo, están proporcionando a sus bebés, llevándolos a la espalda continuamente, hasta que tienen otro hijo. Son pueblos en los que el contacto físico se vive de manera más natural: no hay exceso ni defecto, sólo lo justo, para una vida más humana y amorosa.

Hoy día, el tacto es en Occidente el pariente pobre entre los demás sentidos. Todo parece relegarlo al desván del olvido. Gran parte de la comunicación es visual o verbal. Cada día nuestro cerebro ha de ocuparse en seleccionar, para retener o desechar, el bombardeo de imágenes que nos asedia, provenientes del cine y la televisión o de las pancartas publicita-rias. El oído es sobreestimulado por los ruidos urbanos o las charlas y eslóganes inútiles. Se mima al olfato con ambientadores, desodorantes y perfumes de moda. Se intenta comprar el paladar de los consumidores con la producción masiva de novedosos productos alimentarios, menús culinarios o la mejora de los vinos de crianza. La civilización del automóvil ha ampliado el espacio geográfico de la piel, pero también lo ha acorazado y distanciado de las demás pieles: es como si llevásemos puesto todo el día el caparazón de un armadillo, desplazándolo a toda velocidad para evitar toda posibilidad de roce. ¿Qué ocasiones quedan entonces cada día para el tacto y el contacto?

El espacio del tacto y la caricia

Si el rostro es el espejo del alma, las manos son las plumas que escriben el lenguaje del corazón. Para que nuestras manos sigan pudiendo expresar el lenguaje del corazón deberíamos convertir nuestras rutinas en actos de amor: tomar conciencia de nuestro rostro cada mañana al lavarnos, transmitiéndole energía y cariño; pasar las páginas del libro que leemos con la suavidad de una caricia, apreciando la textura del papel; deslizar los dedos por el teclado de la máquina de escribir o del ordenador como si se tratara de un piano... Y además, darnos tiempo para apreciar la suavidad del pétalo de una rosa o de la piel de un melocotón, la calidez de la arena de la playa o la lisura y el frescor de un canto rodado del río... Pero sobre todo, poner conciencia al estrechar una mano, dar una palmada en el hombro de un amigo, abrazar el talle de la pareja, tomar entre las manos el rostro de un niño...

También deberíamos reservarnos un tiempo semanal para un masaje relajante, dado por un profesional, o recíprocamente entre amigos, familiares o en la relación de pareja. Potenciaríamos así la comunicación amorosa, el compartir de las sensaciones y no sólo de las ideas, la transmisión de salud y no únicamente de sentimientos...

El quiromasaje, el shiatsu o digitopuntura japonesa, el masaje de polaridad, el magnetismo ... son técnicas que proceden del viejo arte de curar con las manos conocido en todas las culturas, desde la China antigua y el Alto Egipto, hasta los pueblos indios precolombinos. Fue y sigue siendo una de las formas más antiguas del amor desinteresado: devolver la salud sin más intermediarios que el cuerpo, el contacto físico y la movilización de la energía del paciente.

En la relación de pareja, es hora de abandonar la tiranía del orgasmo genital, concebido como única y última meta de la relación sexual. La caricia no sólo es una preparación para la unión extática; es en sí misma un acto amoroso que puede expresar la comunión de dos cuerpos y su unidad con el resto del Universo. Todo depende de la calidad del momento y de la profundidad de la intimidad lograda, en primer lugar con uno mismo, condición indispensable para entrar en comunicación profunda con el ser del otro. Cuando el propio cuerpo es asumido como algo sagrado, puede respetarse el cuerpo del otro como un misterio, que la caricia no puede agotar con el paso de los años. Más bien lo renueva y lo refleja, dejando paso a la sorpresa permanente.

Llega a crearse una inteligencia kinestésica en la pareja, que guía la danza de los más mínimos gestos antes de ser solicitados. Se curan viejas heridas emocionales y se cubren antiguas carencias. Amar con las manos deja de ser entonces un lugar conocido, para convertirse en un viaje de continuo descubrimiento del misterio inagotable que somos cuando nos relacionamos.

"Ser humano", año 1, nº 1, 1995
Cuando se producen las pequeñas desavenencias y rupturas, más vale una caricia que mil palabras. El contacto con la piel es más inmediato que el discurso lógico. Existe lo que se llama memoria ultracorta: una sensación percibida, por ejemplo, con la punta de los dedos es capaz de permanecer unas fracciones de segundo en los órganos de los sentidos y pasar después a la memoria, que la recupera ante un estímulo similar. Pueden entonces reproducirse las caracte-rísticas fisiológicas del enamoramiento: el corazón late más deprisa, aumenta la tensión arterial y se liberan grasas y azúcares para ampliar la capacidad muscular. Pero sobre todo, entran en juego las endorfinas, poderosos analgésicos naturales, que producen las sensaciones asociadas a la felicidad, al cerrar el paso a los influjos negativos.
En esta época en que parece aumentar la desconfianza hacia los demás y la soledad en medio de la multitud, necesitamos remedios sencillos. Recursos personales que no requieran la sofisticación tecnológica de "los expertos". De nuestra capacidad para desarrollar-los depende la calidad de nuestro futuro y del porvenir de las próximas generaciones.
Volvamos a enamorarnos cada día, pues como ha escrito el sociólogo P. Sorokin, "el amor es el mejor remedio contra la ansiedad, la soledad y la hostilidad; estimula la creativi-dad y alarga la vida; y lo mejor de todo es que existen los medios para desarro-llarlo". Uno de ellos es, sin duda, reaprender a amar con las manos
MIR

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