La brecha entre el Yo Auténtico y el Yo Vivido
Al nacer el niño ya cuenta con su esencia espiritual, con su Yo Auténtico o Esencial, formado y puro. Es la identidad que lo acompañará durante toda su vida, tanto en Este Mundo como en el Venidero.
Pero, la persona aprende a llamar "Yo" a lo que es el Yo Vivido, a lo que el cuerpo experimenta y la mente aprende de sus relaciones con su entorno.
En el normal proceso por el cual surge el Yo Vivido, se va desdibujando de la conciencia la figura del Yo Auténtico.
A mayor distancia entre ambos yoes, entre ambas facetas de su ser, mayor es la alienación de la persona, mayor la enajenación del ser y mayor es el sufrimiento de la persona en su totalidad.
Es que, en el transcurso de su vida, desde el útero de la madre y hasta el vientre de la tierra, la brecha entre el Yo Auténtico y el Yo Vivido se va ampliando.
Paso a paso, generalmente de modo inconsciente e involuntario, se reviste la persona de identidades, de máscaras y personajes que van cubriendo aspectos de su auténtico Yo.
Hasta alcanzar el punto en el cual la persona difícilmente reconoce su verdadera identidad, su esencia espiritual intachable.
Lo cierto es que la voz del Yo Auténtico se mantiene perenne resonando en las cavidades más íntimas del ser1, pero ensordecido su mensaje por el estruendo carnavalesco de los innumerables aprendizajes que nos someten.
Es decir, la voz de la Verdad clama en silencio en lo profundo de nuestro corazón, pero tristemente éste está prestando atención a las voces que vienen de fuera y nos colman de confusión, esperanzas banales, ilusiones y máscaras que vamos adoptando como identidades.
En ese trance, la persona está perpleja, ajena de sí misma. Actúa como por inercia o actuando los "libretos" que los mayores le fueron escribiendo durante su crecimiento. Tiene sentimientos encontrados, divergentes mientras frecuentemente le asaltan los temores básicos de las personas:
a la impotencia, a la destrucción,
a la soledad, al desamparo,
al fracaso, al anonimato,
al desorden, a la desorganización,
a lo desconocido.
Trata de manejar de cierta manera estos temores, pero lo único que hace es caer una y otra vez en aquello que teme.
Ahora, pongámonos en la situación del niño bien pequeño que experimenta dos extraños contrasentidos (en el mejor de los casos) en su vida.
El primero:
siente el amor, cuidado e interés de parte de sus mayores;
pero siente que no es amado por lo que es, sino por lo que debe ser, en mayor o menor medida.
Es corriente, pero poco aceptado, que el amor de los mayores se ofrece bajo condiciones, que pueden resultar razonables y lógicas para la mente adulta, pero no por ello dejan de ser obstáculos para el amor, para el vínculo puro entre los "Yo Auténticos" de padres e hijos.
Estos obstáculos son también elementos para explicar el padecimiento de la persona y su separación de su mundo interno (emocional y espiritual): para ser amado tengo que dejar de ser auténtico y pasar a vivir como el otro que (dice que) me ama quiere que sea.
Así se inviste de ropajes que no son propios, de caretas que ocultan su verdadero ser, para satisfacer las expectativas de los padres y obtener la seguridad y el amor tan anhelados. Se rechazan los propios sentimientos, para adoptar los ajenos; se desconfía de los propios pensamientos, para asumir los de otros; se somete a chantajes y manipulaciones, para dar y recibir lo que es moneda de intercambio en el mundo de este falso amor.
Debemos apuntar que cuando se ha sufrido mucho en la infancia, no es extraño que las caretas sean de rebelión y oposición, enfrentando de ese modo las metas que se le ofrecían como intercambio para el amor. Realmente, hasta la actitud de rebelión no es otra cosa que mantener también una vida ajena, que también cumple con el libreto que los otros le han escrito para su vida en lugar de desplegar todo el potencial del Yo Auténtico en la realidad.
El segundo contrasentido:
siente en su interior más profundo el tenue llamado espiritual hacia la Verdad,
pero siente el constante mensaje disonante de parte del entorno, que lo somete a SU verdad.
Esta divergencia constituye una pena inmensa para el espíritu de la persona desde la infancia, pues el niño llega a este mundo con un inmenso caudal de conocimiento, pero no tiene el código para expresarlo, ni mecanismos al alcance para re-encontrarlo. Por su impotencia inicial acepta el "conocimiento" externo como el correcto, ahogando lo que es auténtico detrás de decenas de caretas aprendidas y más o menos prendidas a su ser.
El espíritu se mantiene anhelante por beber aguas frescas del manantial de la Verdad, pero solamente engaña a su sed con espejismos de las verdades de las personas.
En la vida adulta se vive el temor, la ansiedad, la angustia, la enajenación, la perplejidad, el no ser quien se es auténticamente.
Pero esas vivencias no siempre acompañan una acción libertadora, por el contrario, son usadas como excusas para acentuar la brecha entre el Yo Vivido y el Esencial.
En una paradoja insólita, la persona parece aferrarse con desesperación a sus caretas, a sus identidades falsas, como si de ello dependiera su placer y su vida. Pero en verdad, son esas caretas las que le impiden gozar del placer y vivir en realidad.
Cada nueva estrategia por aferrarse a la careta, más aleja a la persona de su esencia.
Cuando se liberan las reprimidas emociones, sea por movimientos producto de la terapia o por algún acontecimiento singular, van aflorando recuerdos reprimidos, se desborda la rabia, el odio, el desconsuelo, el dolor intenso.
El malestar es grande generalmente, por eso se quiere volver al sopor de la inconsciencia, cuando se padecía atrozmente pero sin percatarse hasta qué punto realmente.
Cuando el momento de enajenamiento es sobrepasado, la persona está en condiciones de empezar a darse cuenta de los libretos que actuaba en el teatro del mundo, libretos a los que llamaba "creencias", "convicciones", "vida", etc.
Y de pronto se siente como desnudo, como desprovisto de las respuestas automáticas que facilitaban su vida. Se siente como en un desierto y destinado a la muerte.
En ese trance muchos vuelven a su estado calamitoso, pero otros avanzan confiados en que nada puede ser tan doloroso como la esclavitud que están abandonando.
Toda persona está formada por cinco planos: espiritual, intelectual, social, emocional y corporal.
Pero en nuestras vidas marcadas por el "Yo Vivido" se deja de prestar atención al plano espiritual, residencia del "Yo Auténtico".
Y se privilegia cualquiera de los otros planos, de acuerdo a la educación que se haya recibido y a predisposiciones fisiológicas.
Así podremos encontrar personas que dedican gran tiempo y energía a su plano corporal, sea en actividades constructivas o nefastas, de manera tal que acallan los llamados tenues e insistentes de la voz del Yo Esencial.
Y también las hay personas que se centran en el plano emocional, el social o el intelectual, cada una de acuerdo a sus actividades y disposiciones.
Solamente cuando la persona está dispuesta a ofrendar sus planos bajos, los del Yo Vivido, en pos de conectarse con su Yo Esencial, es que está en el verdadero camino para la integración de su ser, y para alcanzar una verdadera armonía y placer.
Esta ofrenda no significa renunciar a ninguno de sus planos, ya que cada uno de los cinco es indispensable para desarrollar una verdadera íntegra en Este Mundo.
La ofrenda significa encontrar un equilibrio dinámico en el cual cada plano es nutrido y aporta sus cualidades para el gozo y crecimiento de la persona. Recuperar todo lo que ha sido relegado para que cada plano reciba y dé energía adecuadamente.
Cuidarse para gozar de aquello que está permitido.
Para lo cual deberá aprender a elegir entre los placeres que constantemente le ofrece la Vida.
Cada momento es de elección entre placeres, la cuestión radical consiste en reconocer el verdadero valor de cada uno y escoger aquel placer que sea mayor.
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