Sólo medita por una vez para ti mismo cuán diversos son los sentimientos, cuán divididas están las opiniones, aun entre los conocidos más íntimos; cómo incluso opiniones idénticas tienen en la cabezas de tus amigos un lugar o una intensidad enteramente diferentes que en la tuya; cuantísimas veces se presenta el pretexto para el malentendido, para la divergencia hostil.
Después de todo ello, te dirás: ¡qué inseguro es el terreno sobre el que descansan todas nuestras alianzas y amistades, qué cerca está los chaparrones o el mal tiempo, qué aislado está todo hombre! Si alguien comprende esto y además que todas las opiniones y su índole e intensidad son entre semejantes tan necesarias e irresponsables como sus acciones, si se percata de esta necesidad interna de las opiniones a partir de la inextricable imbricación de carácter, ocupación, talento, entorno, tal vez se libre entonces de la amargura e incisividad de ese sentimiento con que el sabio exclamó: «¡Amigos, no hay amigos». Más bien se confesará: sí hay amigos, pero es el error, la ilusión acerca de ti lo que los ha conducido a ti; y deben aprender a callar para seguir siendo amigos tuyos; pues casi siempre tales relaciones humanas estriban en que nunca se digan, ni siquiera se rocen, cierto par de cosas; pero en cuanto estas piedrecitas echan a rodar, la amistad va detrás y se rompe.
¿Hay hombres que no resultarán mortalmente heridos si se enterasen de lo que sus más íntimos amigos saben de ellos en el fondo? Al aprender a conocernos a nosotros mismos y a considerar nuestro mismo ser como una esfera cambiante de opiniones y disposiciones y, por tanto a menospreciarlo un poco, restablecemos nuestro equilibrio con los demás.
Es verdad que tenemos buenas razones para despreciar a cada uno de nuestros conocidos, aunque sean los más grandes; pero igual de buenas para volver este sentimiento contra nosotros mismo. Y así, soportémonos unos a otros, ya que nos soportamos a nosotros; y tal vez le llegue a cada cual algún día también la hora más jubilosa en que diga:
«¡Amigos no hay amigos!», exclamó el sabio moribundo;
Después de todo ello, te dirás: ¡qué inseguro es el terreno sobre el que descansan todas nuestras alianzas y amistades, qué cerca está los chaparrones o el mal tiempo, qué aislado está todo hombre! Si alguien comprende esto y además que todas las opiniones y su índole e intensidad son entre semejantes tan necesarias e irresponsables como sus acciones, si se percata de esta necesidad interna de las opiniones a partir de la inextricable imbricación de carácter, ocupación, talento, entorno, tal vez se libre entonces de la amargura e incisividad de ese sentimiento con que el sabio exclamó: «¡Amigos, no hay amigos». Más bien se confesará: sí hay amigos, pero es el error, la ilusión acerca de ti lo que los ha conducido a ti; y deben aprender a callar para seguir siendo amigos tuyos; pues casi siempre tales relaciones humanas estriban en que nunca se digan, ni siquiera se rocen, cierto par de cosas; pero en cuanto estas piedrecitas echan a rodar, la amistad va detrás y se rompe.
¿Hay hombres que no resultarán mortalmente heridos si se enterasen de lo que sus más íntimos amigos saben de ellos en el fondo? Al aprender a conocernos a nosotros mismos y a considerar nuestro mismo ser como una esfera cambiante de opiniones y disposiciones y, por tanto a menospreciarlo un poco, restablecemos nuestro equilibrio con los demás.
Es verdad que tenemos buenas razones para despreciar a cada uno de nuestros conocidos, aunque sean los más grandes; pero igual de buenas para volver este sentimiento contra nosotros mismo. Y así, soportémonos unos a otros, ya que nos soportamos a nosotros; y tal vez le llegue a cada cual algún día también la hora más jubilosa en que diga:
«¡Amigos no hay amigos!», exclamó el sabio moribundo;
«¡Enemigos, no hay enemigos!», exclamo yo el loco viviente.
Comentarios
Publicar un comentario