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Cuento




Hacia las 12 de la noche los restaurantes de la playa van sirviendo sus últimas cenas a los transeúntes rezagados, y en los grupos que han hecho picnic en la arena empiezan a oírse las guitarras y las canciones a coro. Como está prohibido encender fogatas, al contrario de antaño, cuando yo era estudiante, los grupos han ideado una especie de quinqués donde respira una vela y les inspira, como siempre hace el fuego, la inspiración de los dioses. Con el paso del tiempo las prohibiciones se han ido multiplicando con las necesidades de libertad de la gente. Como dicen muchos, algún día van a poner un impuesto por respirar. Pero cuando se dan cuenta que este impuesto ya nos lo pone la codicia de los especuladores financieros, dejaran de decirlo.

El aire es pocas veces sofocante a orillas del Mediterráneo, incluso en Julio. A estas horas de la incipiente noche, el mar, del color más oscuro de los azules posibles, refleja las luces de los restaurantes del puerto, las discotecas, las farolas del paseo. La brisa suave huele a sal, pero también con suavidad. El Mediterráneo es un mar acogedor, tal vez por eso se han librado las más cruentas batallas antaño, cuando yo era grumete en la armada de Juan de Austria contra los otomanos, y pude conocer a Miquel de Cervantes, cuando una bala de cañón le arrancó el brazo derecho. Huele a personas que buscan en la noche, por supuesto interminablemente, entre el cálido sabor suavemente salino. Cantan, conversan, ríen, lloran, para compartir mejor; siempre desean otros mundos, otras personas, otras formas de felicidad, pero sus canciones, sus risas y sus sollozos son permanentes como la línea sinuosa de la playa que se deja besar, ávida, por las olas que rompen en un murmullo, también permanente, y que les habla de esos mundos distintos tan ansiados, al otro lado del horizonte; siempre están esos mundos al otro lado del horizonte.

En un momento dado creo que se va a formar un carrusel de danzantes entre los grupos sentados en la arena y van a recorrer despreocupados y ausentes del mundo real y su sed de reglas, como en la escena final del “Otto e Mezzo” de Fellini, dejando la playa desierta y repleta de tantos anhelos enroscándose en los multicolores arabescos de sus mundos imaginados. Pero cada soñador se siente un dios porque nadie es capaz de prohibirle esos viajes en el espacio-tiempo, ni su velocidad de relámpago, ni su perforación de las realidades mediocres que le ha tocado vivir. Y tiene razón, porque ni los ángeles ni los dioses pueden soñar, pues han de ajustarse a las normas divinas, como los reyes europeos sin reino del Siglo XX, pobres criaturas tratando de fingir aquella frase de La Vida es Sueño: “Sueña el Rey que es Rey, y vive en este engaño...”, mientras para que esos alegres danzantes de la playa mediterránea todo es posible, y tienen razón; solo que deben olvidar lo que trataron de inculcarles aquellos que quisieron ponerles, al decir de Herman Hesse, “Bajo las Ruedas”.

Una de las canciones entonadas por una mucha, de voz tan bella como su rostro, y que por supuesto me recuerda a una mujer a la que amé hace tanto tiempo, en el Siglo XI en las cortes galantes de Foix al amparo de la incomparable Reine Pèdauque, dice “Todo es mentira, compañeros, salgamos al mundo y dejémosles con sus miedos; no podemos hacer nada por ellos... Todo es mentira, compañeros, dejad que vuestros corazones de hinchen, ¡liberarlos!”.

Y la playa se va llenando de fantasmas familiares, como en los ágapes celtas alrededor del caldero ritual, cuando los seres desencarnados se van acercando a los que aún viven para compartir una misma realidad, pues el otro mundo no es más que una forma de éste, y viceversa. Los vivos comparte la alegría del reencuentro y todos cantan y cierran los ojos para sentir mejor su agradecimiento por tanta belleza recibida de los dioses en esta vida, y les agradecen su ayuda para poder sentir mejor el privilegio de haber vivido. El tesoro abre sus corazones y cobra forma, y la playa se ilumina por mil antorchas surgidas de cada uno. Y comparten la luz del amor y del conocimiento, intercambiándose constantemente como materia y energía en una danza si término ni principio, pues no puede acabar lo que jamás ha empezado.

Imagen: Elena Kudryashova

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