Uno de los mayores sufrimientos de la naturaleza humana es el sufrimiento que se lleva en el alma. Lo llaman Sufrimiento Interior y es difícil porque aunque podamos contarlo a un amigo, nunca podemos expresarlo como realmente sucede en la experiencia.
El dolor físico puede ser medido por grados y máquinas, pero el Sufrimiento Interior es experimentado sólo por el alma y sólo Dios lo conoce.
Su variedad es ilimitada porque cada alma tiene niveles mentales, espirituales e intelectuales distintos de los demás. Cada alma es una creación única de Dios y sus sufrimientos son totalmente únicos.
El dolor físico afecta el alma puesto que el alma reacciona pacientemente o con impaciencia ante la situación del cuerpo, pero el sufrimiento interior es un dolor espiritual.
Los resentimientos, las dudas y la tibieza carcomen nuestra alma y crean una soledad que nos coloca en un vacío espiritual.
Nuestras caídas por culpa de nuestro temperamento juegan en contra de nuestras propias facultades y conducen nuestro espíritu a un carrusel de confusión y desánimo.
El tiempo se hace pesado y la monotonía nos cubre como una niebla nocturna. El éxito a menudo trae el miedo al fracaso y la constante molicie de comer, dormir y trabajar genera un letargo que nos conduce a la acedia.
Los malentendidos pueden roer nuestras almas mientras buscamos soluciones para situaciones imposibles.
El recuerdo de penas pasadas y las perspectivas de nuevas por venir, paralizan nuestras almas y nos colocan en un estado tan cerca de la desesperación.
Quizás el mayor sufrimiento interior es aquél que nos golpea cuando tenemos sed de Dios y nos encontrarnos carentes de conciencia ante su Presencia. Podemos soportar la angustia que viene de nuestras imperfecciones y la frialdad de nuestro vecino, pero cuando Dios parece estar lejos, no hay mayor dolor que éste.
Podemos ver este sufrimiento interior en San Pedro y Pablo, cuando dudaron en torno al tema de la circuncisión, cuando vieron la persecución y la muerte de sus hijos convertidos, cuando había malentendidos entre cristianos y cuando sus colegas judíos los hostigaban. De vez en cuando estuvieron cansados y Pablo describe esta angustia y este cansancio del alma como el aguijón de la carne.
El sufrimiento interior puede ser más purificador que cualquier otro, porque estamos obligados a enfrentarlo. Podemos distraernos y olvidar un dolor en el tobillo, pero cuando la sequedad, el cansancio, la tristeza, las preocupaciones y el miedo nos atacan, son como un sabueso que nos sigue donde quiera que vayamos.
Debemos entender por qué Dios permite este sufrimiento interior, porque a primera vista parecería que la vida nos proporciona suficiente dolor para santificarnos.
Las pruebas diarias e incluso el dolor físico son de algún modo exteriores a nosotros, pero el dolor interior, espiritual o psíquico, está bien adentro, y nos obliga a ser pacientes y a practicar la virtud. Las pruebas interiores nos santifican lentamente, porque tienen el poder de transformarnos para el bien. Es en el alma, en nuestra personalidad y en nuestro carácter, donde el verdadero cambio debe ocurrir si queremos reflejar la vida de Jesús.
Podemos tener cáncer y ser curados, pero nunca cambiar. Podemos triunfar sobre alguna situación muy desagradable, pero nunca cambiar. Sin embargo, cuando nuestro dolor está dentro del alma y cooperamos con la gracia de Dios para saber usarlo, entonces eso sí tiene el poder de cambiarnos.
Es en nuestras almas en donde Dios hace su trabajo más magnífico. El mundo puede tratar al anciano, al enfermo y al que sufre retardo con compasión, pero el trabajo de Dios en sus almas, a través del poder de su sufrimiento interior, hace un trabajo más increíble que el de la creación del Universo. Sólo en la eternidad veremos la belleza del alma y sólo entonces comprenderemos las grandes cosas que fueron obtenidas por el sufrimiento interior.
Podemos estar seguros de que:
La sequedad nos vuelve pacientes mientras buscamos amar a Dios por lo que Él es.
La angustia mental nos hace depender de Su Sabiduría.
Las dudas aumentan nuestra Fe cuando actuamos según nuestras creencias antes que nuestros razonamientos.
El miedo nos hace confiar en la Providencia de Dios y esperar en su Bondad.
La ansiedad nos conduce a desconfiar de nosotros mismos y a ofrecer nuestros problemas a Dios que es todo Amor.
La preocupación nos hace comprender nuestra impotencia e infunde en nosotros un deseo de lanzarnos a los Brazos de su Sabiduría Infinita.
El desaliento por nuestras imperfecciones nos hace esforzarnos por nuestra santidad con mayor determinación.
La incertidumbre con respecto a nuestro futuro nos hace anhelar el Reino.
Y:
Las decepciones nos separan de las cosas que pasan y nos hacen contemplar aquellas que son eternas.
Si viéramos la Mano de Dios en nuestra existencia cotidiana, comprenderíamos inmediatamente que nuestro prójimo es un instrumento del que Dios se vale para sacarnos de la oscuridad y llevarnos a su luz maravillosa.
Ciertamente, nuestro vecino no es consciente de que representa una cruz para nosotros, pero la cruz que coloca sobre nuestros hombros es más provechosa para nuestras almas que los mejores elogios de nuestros amigos.
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