Hace mucho, mucho tiempo, vivía un hombre (¿o era una mujer?)
que se hizo una máscara maravillosa, una máscara que podía
poner muchas caras.
El hombre se ponía la máscara y se entretenía acosando
repentinamente a la gente y observando sus reacciones. A veces la
máscara estaba riendo, a veces llorando, a veces haciendo muecas y
frunciendo el ceño. Sus víctimas siempre quedaban impactadas al ver
una cara tan extraordinaria, antinatural y desconocida, aun cuando
estuviese sonriente. Pero para él no hacía ninguna diferencia que
ellos se rieran o lloraran. Todo lo que quería era la excitación de
sus reacciones. Sabía que era él mismo detrás de la máscara. Sabía que
él era el bromista y ellos el objeto de la broma.
Al principio, salía por un rato con la máscara puesta, un par de
veces al día. Luego, como se acostumbró a la excitación y quería más,
empezó a dejarse la máscara todo el día. Finalmente, no viendo la
necesidad de sacársela para nada, dormía con ella puesta.
Durante años, el hombre anduvo errante por la tierra, disfrutando
detrás de la máscara. Hasta que un día se despertó con un sentimiento
que nunca había sentido antes: se sentía solo, separado, algo le
faltaba.
Se levantó bruscamente, alarmado, y se paró frente a una hermosa
mujer, e inmediatamente, se enamoró de ella. Pero la mujer dio un
alarido y salió corriendo, impactada por el rostro aterrador y
desconocido.
"¡Deténte! ¡Yo no soy esto!", gritó él, retorciendo la máscara para
arrancársela.
Pero era él. La máscara no salía. Estaba pegada a su carne. Se
había vuelto su rostro.
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