“Rehacer la vida” de los matrimonios divorciados. He ahí el incontenible slogan, el nuevo “dogma” laico que actualmente fluye de boca en boca y que el sólo hecho de contradecirlo convierte al osado que a ello se atreviere, en merecedor de todas las penas, sanciones y calificativos condenatorios. Opinar en contra del divorcio es ir -dicen- contra el progreso, la modernidad y los derechos del hombre.
Sin embargo, quien en un ejercicio de individualidad, empleando su criterio, logre abstraerse de las máximas materialistas de una sociedad masificada -que paradójicamente se cree libre-, empezará por efectuarse, entre otros, estos fundamentales cuestionamientos: “Pero...¿en verdad rehacen su vida los divorciados?”... “¿qué han hecho primero para deshacerla?” Porque -reflexionará- “sólo se intenta rehacer lo que previamente se ha deshecho”. Y, se preguntará si, en ese intento, realmente se estará rehaciendo o deshaciendo, aún más, no sólo la propia vida sino también la ajena. Sin embargo, hoy en día, pocos se lo cuestionan; y por lo mismo ¡cuántos se internan en una ingenua y peligrosa aventura, muchas veces sin retorno!
Ciertamente, para deshacer una vida hay mil fórmulas por demás eficientes. Germinan muchas veces en nuestras mentes, en nuestro criterio, desde niños; toman forma y se desarrollan durante la juventud, para eclosionar finalmente en la etapa adulta. Se componen de múltiples factores. Entre ellos sobresalen la ausencia de sólidos y auténticos principios, así como una pobre visión, horizontal y laica, de la existencia.
Ahí, donde se ha perdido el enfoque trascendente del ser humano, donde prevalece “lo material” sobre lo espiritual, ahí florecen y se desparraman los frutos de una sociedad que nos bombardea, hasta la saciedad, con sus criterios materialistas y masificantes.
La elección
Y si bien es cierto que el daño se inicia con esos criterios -que como hemos dicho, muchas veces se absorbieron en la niñez, o cuando menos en la etapa juvenil-, este mal se concretiza de una manera formal, por primera vez, en el momento del noviazgo. Pues son esos mismos criterios los que regirán la elección del futuro consorte.
Sin escalas de valores bien establecidas y jerarquizadas, tanto en la novia como en el novio, que constituyen elementos fundamentales para analizar la genuina compatibilidad, y sin un verdadero análisis de las características trascendentes de las partes, necesariamente mal se inicia un posible futuro matrimonio. Y así, considerando como factores principales “lo físico”, “la química” -como hoy le llaman a la atracción- y el ser “buena onda”, se embarcan los dos hacia océanos desconocidos y peligrosos.
Sin embargo, hay algo muy íntimo en su interior que les avisa que están edificando sobre cimientos inseguros. Y así, se curan en salud, pues luego de magnificar su amor, señalan que en el caso de que éste llegase a desaparecer, existe la alternativa del divorcio. Y de esta manera, se dirigen al altar llenos de ilusiones y optimismo, pero paradójicamente con el virus de un fracaso activado y virtualmente aceptado de antemano.
Triunfo o fracaso
Ya en la vida matrimonial, se iniciarán las adaptaciones, los ajustes y hasta las confrontaciones, derivadas de los diversos caracteres, criterios, gustos y sobretodo de los distintos valores morales y religiosos. Aflorarán, en uno u otro sentido, las particulares mentalidades provenientes de la educación y de la clase social de cada uno, con la envoltura de las virtudes y defectos específicos de cada cual.
En este proceso se podrá salir o no victorioso, de acuerdo con la formación, criterio y sentido sobrenatural de ambas partes. A veces se requerirán verdaderos ejercicios de virtud y prudencia extrema. Ello incidirá en mil beneficios para toda la familia: padres e hijos.
Ciertamente, las gracias de Dios no faltarán cuando existe buena voluntad. El amor profundo y sobrenatural vencerá sobre todas las vicisitudes y gozará de mil alegrías y beneficios. No será derrotado ni por el falso amor propio -egoísmo puro- ni por el materialismo hedonista, que finca su relación, principalmente, en la comodidad y la sexualidad. Su fundamento será el genuino cariño entre ambos, con ese sentido de eternidad que pone, primero, al amor y la obediencia a Dios por encima de todo y que conlleva, como consecuencia inevitable, al máximo bien del consorte y de los hijos. El verdadero amor sabe que lo demás, de una u otra manera y dimensión, se dará como añadidura.
Por el contrario, múltiples elementos contribuyen hoy en día, para la destrucción del matrimonio. Los medios de comunicación -con su determinante influencia para la creación de mentalidades- no cesan de presentarnos a la infidelidad, la pornografía, el amor dizque libre, el aborto y la “pequeña” -exigua- familia como modelos de vida. Ni que decir de la violencia, la brecha generacional, la drogadicción, la incomunicación familiar, la escuela laica y demás factores que también inciden negativamente en la célula esencial de la sociedad.
El divorcio
Cuando no hay una adecuada preparación para el matrimonio y una elección responsable, cuando no hay un sacrificio del “yo” en favor del “tú” y del “nosotros”, cuando no se está dispuesto a todo lo positivo en favor del cónyuge y los hijos, cuando prevalece el amor propio, el egoísmo y la soberbia -con su disfraz de dignidad-, cuando se tiene abierta la puerta -en algún rincón de la mente- al divorcio, cuando no se ha alojado a Dios en el hogar, estos factores combinados de una u otra manera, estarán activando, sin lugar a dudas, un fracaso matrimonial.
Naturalmente, la culpa principal siempre se atribuirá a la otra parte, sin reconocer o, en muchos casos, ni siquiera adivinar la propia. Y a esa parte que se dice tan buena, tan inocente, que en ocasiones llega hasta aceptar (o no puede dejar de reconocer) cierta culpa, ¿qué le queda? Según ella: “rehacer su vida”, puesto que se considera de alguna manera una víctima. Y efectivamente, lo es pero de sí misma, aunque también es victimaria -en la parte proporcional que le corresponda- de su familia: de su cónyuge y sus hijos, con todas las consecuencias morales y sociales que ello implica. Todo ello, evidentemente, sin detrimento de la responsabilidad de la otra parte (1).
Papeles, viles papeles
Y así, con el divorcio creen destruir un vínculo que libremente aceptaron y que Dios santificó y estableció hasta la muerte de algún cónyuge. Y si bien es cierto que el Estado puede regular los efectos civiles de la institución matrimonial, éstos deben respetar el orden señalado por su Creador. Por lo tanto, no puede -ni es válido- legislar sobre aquello que es de institución Divina. El Estado carece de facultades -aunque se las atribuya- para disolver un verdadero y legítimo matrimonio. Así, lo que Dios unió no lo puede separar el hombre, aún cuando éste expida mil actas con sellos oficiales o establezca todas las legislaciones que le vengan en gana. Finalmente, estas leyes y estas actas de divorcio serán sólo papeles sin valor alguno. ¡Papeles, viles papeles!
Y con ellos pretenden legalizar el consecuente y quizá los subsecuentes amasiatos (las cosas por su nombre, aunque suenen duro). Con estos papeles consuman la destrucción que iniciaron poco a poco, quizá antes de elegir novia o novio, en el momento mismo que aceptaron la idea de que el divorcio era “un derecho” y “una solución”.
Es la gran tentación y el gran error: El “rehacer” que dio la opción previa de deshacer. El “rehacer” que impidió poner TODO de nuestra parte. El “rehacer” que lleva implícito el virus ya activado que obliga a creer que si las cosas salen mal nuevamente, existe la posibilidad de rehacerlas una y otra vez. ¿O habrá quien le pueda poner un límite a ello? ¿en función de qué?
Este virus infecta también al que se casa con el divorciado, ya que al aceptar el efecto (el nuevo y falso matrimonio) acepta también la causa (el divorcio). Ahora son dos: ambos con el mismo virus. El efecto se multiplica en ellos y muy probablemente alcanzará a sus actuales y futuros hijos que acabarán viendo normal lo que es irregular y considerando al divorcio como una posible opción -dirán que “en caso necesario”- para su futuro. Sin embargo, ellos serán las primeras víctimas. Cualquier director(a) de escuela, cualquier trabajador(a) social lo sabe sin necesidad de ser psicólogo(a): ahí donde hay un niño con problemas o donde se encuentre un joven delincuente, ahí existe un matrimonio destruido.
¿Verdadera reconstrucción?
Por otra parte, este “rehacer” impide una genuina reconstrucción, ya que el divorciado crea nuevas estructuras familiares que lo atan y lo arraigan y que sólo destruye en caso de nuevos fracasos, para crear otras más que vuelven a arraigarlo por tercera, cuarta o quien sabe cuántas veces más. De esta manera, el cónyuge legítimo -el que no “rehizo” su vida- se ve impedido a verdaderamente tratar de reconstruir su matrimonio alguna vez, pues se topará con estructuras espurias, con amasiatos dizque legalizados, que frustrarán cualquier posible intento de rehacer (ahora sí realmente) su legítima familia.
Dichas estructuras, por su propia naturaleza, anclan a la pareja en su nuevo modus vivendi, que la aleja, además, de la amistad divina y pone en peligro el fin para que fue creado todo hombre: la posesión eterna de Dios.
Quien violenta las leyes que Él ha dispuesto, quien vive en un esquema permanente de pecado, engañará a todos -incluso a sí mismo-, pero no a Dios, colocándose y colocando a “su pareja”, en el enorme riesgo de morir como se está viviendo. En tal caso, se habrá perdido Todo (así, con mayúscula) por nada.
75 años de vida (promedio)/ eternidad = ?
¿Habrá mayor locura o mayor inconsciencia que esto? ¿Qué duración tiene la vida, que no alcanza a medirse ni siquiera como una millonésima parte del tiempo en relación con el rechazo o la aceptación, por toda la ETERNIDAD, de parte del Creador? ¿Valdrá la pena el riesgo? Si no es suficiente freno el amor a Dios, que al menos lo sea el temor a su justo y definitivo juicio.
Analizando y reflexionando todo lo expuesto, se impone de nuevo el cuestionamiento inicial:
Estos matrimonios destruidos, realmente... ¿rehicieron o deshicieron su vida y la de los suyos?
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