Arthur Gordon relata una historia maravillosa e íntima relacionada con su propia renovación espiritual. Habla de una época de su vida en la que empezó a sentir que nada tenía sentido. Su entusiasmo se había desvanecido; sus esfuerzos por escribir resultaban estériles. Y la situación empeoraba día tras día.
Finalmente decidió pedir ayuda a un médico. Éste no encontró ningún problema físico, y le preguntó si estaba dispuesto a seguir sus instrucciones durante un día. Gordon contestó que sí. El médico le dijo que pasara el día siguiente en el lugar donde más feliz había sido cuando era niño. Podía comer, pero no debía hablar con nadie, ni leer, ni escribir, ni escuchar la radio. después le escribió cuatro prescripciones en sendas recetas, y le dijo que las fuera leyendo una por una a las nueve, a las doce, a las tres de la tarde y a las seis.
"¿Habla usted en serio?", le preguntó Gordon. "¡No pensará que bromeo cuando reciba mi factura!", fue la respuesta.
De modo que, a la mañana siguiente, Gordon se dirigió a la playa.
En la primera receta leyó: "Escuche cuidadosamente". Pensó que el médico estaba loco. ¿Cómo podría pasarse horas "escuchando"? Pero había acordado seguir esas instrucciones; de modo que escuchó. Oyó los sonidos habituales del mar y las aves. Al cabo de cierto tiempo pudo oír otros sonidos no tan aparentes al principio. Mientras escuchaba, empezó a pensar en las lecciones que el mar le había impartido de niño: paciencia, respeto y conciencia de la interdependencia de todas las cosas. Al escuchar los sonidos -y el silencio- sintió dentro de él una paz creciente.
A mediodía, tomó la segunda receta y leyó: "Trate de volver atrás". ¿Volver atrás?, ¿adónde?, se preguntó. Tal vez...a la infancia...,a los recuerdos de tiempos felices. Pensó en su pasado, en los muchos pequeños momentos de alegría. Trató de recordarlos con exactitud. Y, al hacerlo, descubrió dentro de sí una calidez creciente.
A las tres de la tarde, leyó la tercera receta. Hasta ese momento las prescripciones habían sido fáciles de cumplir. Pero, esa era diferente. Decía: "Examine sus motivos". Al principio adoptó una actitud defensiva. Pensó en lo que deseaba (el éxito, reconocimiento, seguridad) y lo justificó por completo. Pero, entonces, se le ocurrió que esos motivos no eran suficientemente buenos y que, tal vez, allí estaba la respuesta a su situación. Consideró sus motivos en profundidad. Pensó en su felicidad pasada. Y, por fin, encontró la respuesta. "En un relámpago de certidumbre vi que, si los motivos que uno tiene son erróneos, nada puede ser correcto. No importa que uno pueda ser cartero, peluquero, agente de seguros, ama de casa o cualquier otra cosa. Mientras uno siente que está sirviendo a los otros, es que la tarea está bien hecha. Cuando uno sólo le preocupa ayudarse a sí mismo, el trabajo es menos bueno: una ley tan inexorable como la gravedad".
A las seis, pudo cumplir con la prescripción final. "Escriba en la arena lo que le preocupa", decía. Se arrodilló, y escribió varias palabras con un trozo de concha rota. Después se puso de pie, dio la espalda a lo que había escrito y echó a andar sin mirar atrás: sabía que iba a subir la marea.
*** desconozco su autor ***
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