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La guardiana de la memoria

La anciana ceiba parecía dormida en el letargo provocado por la niebla que la envolvía, en el corazón de la selva, agarrotada en su gigantesco monolito que se perdía en ese espeso follaje que trepaba hasta el cielo, pero no era así...

La abuela de corazón de tronco de cerca de seiscientos años era suprema serenidad en la observación de todo cuanto se encontraba a su alrededor, viendo pasar los días con la pasión de quien siempre tiene algo que comprender en cada instante.

Ella, como los árboles majestuosos de su estirpe, guardaba un secreto, un secreto que era compartido con todos los árboles de los otros clanes: de las secuoyas, robles, fresnos, palmeras, olivos; de los gynkos, tilos, baobabs y tantos otros...

Se sabía depositaria del gran legado, de una herencia ancestral que consistía en la memoria arquetípica del planeta. Los tres mundos se unían en su alma colectiva, regida por espíritus sabios de los seres mágicos de la naturaleza. El inframundo, el cielo de las estrellas y la tierra del aquí y ahora, confluían a través de los ejes del espacio y del tiempo, allí donde se abrían las puertas de las bibliotecas, unidos por el Eje del Mundo.

Algunos buscadores habían descifrado este enigma a lo largo de los siglos, después de enfocar los ojos en el lecho del río, de perder la vista en el fuego encendido de la noche, de lanzar las runas en busca de un destino. Sí, los árboles no sólo eran seres vivos, sino sabios ancestros de la humanidad que conservaban el legado de la Tierra, en infinidad de bibliotecas compartidas, pues todas eran una: la gran Biblioteca Verde.

La ceiba lo sabía, y con su imponente altura de cincuenta metros, erguida sobre la espesa jungla como un gigante de otros tiempos, recordaba no sólo lo que había visto, sino lo que la memoria del corazón cristal de la Tierra le había transmitido a través de sus raíces. El soplo de vida había entrado por allí, cifrando la evolución de los hombres, con todas sus alegrías y pesares. Del cielo había llegado el flujo de conocimiento oculto de las estrellas, recorriendo cada una de sus ramas, que eran brazos abiertos al proceso creativo de la galaxia que había tenido lugar en este planeta.

Entre esos dos mundos tan distintos, pero partes de una misma esencia, el corazón del robusto tronco latía como sólo lo pueden hacer los árboles, con el ritmo incomprensible de la conciencia de los grandes espíritus, a los que no les importa la forma o sustancia que tiene la materia con la que se manifiestan, pues por encima de todo, son hologramas resonantes de un plan divino, frecuencia vibratoria manifestada en una tercera dimensión, que es apenas la cápsula o máscara de su inabarcable proyección como seres de luz en constante evolución.

La ceiba guardaba entre sus raíces un mundo donde pueblos enteros de seres mágicos vivían en paz y armonía. En algunas ocasiones abría sus puertas al sincero buscador para que los intraterrenos pudieran sentir la alegría de ser visitados por seres humanos.

El anciano árbol los cobijaba en sus entrañas, y ellos, a su vez, velaban para que el árbol tuviera la protección y la compañía adecuadas.

Los guardianes del tiempo conocían las entradas secretas a este inmenso mundo-biblioteca con apariencia de corteza resquebrajada, maraña de ramas y laberinto de raíces escondidas en la tierra. Sabían de la verdadera unión que existía entre los árboles y los hombres. Unos y otros desplegaban sus brazos al infinito; ambos necesitaban el sustento de la Tierra para su existencia. Las aparentes diferencias eran meras anécdotas de la forma, porque cada uno de ellos custodiaba en su interior el legado del conocimiento supremo. Los hombres, sin embargo, lo habían olvidado; los árboles, fieles a su antiquísima promesa, guardaban fresca la memoria como el primer día, y respondían a cada instante al compromiso establecido en aquel tiempo en que en el mundo no había ni hombres ni árboles, ni árboles ni hombres...

La vieja ceiba, con un suspiro en el silencio que sólo hubiera escuchado aquel que conociera el lenguaje secreto de los árboles, continuó saboreando la gloria del Infinito, por más que su paciente labor se hubiera convertido para los pueblos de la Tierra en una leyenda, en una burda quimera de soñadores empedernidos.

Ella sabía que, más tarde o más temprano, los cruces del espacio y del tiempo traerían hasta su regazo a un ser que hubiera escuchado su llamada, el aliento de la memoria guardada. El día que regresara a su verdadero hogar, junto al tronco en el que en los tiempos de la Edad Dorada los hombres eran uno con los árboles, y con los elementales que habitan en su interior, le hablaría a su corazón, y él entendería esas palabras. Y ese amor sin límites, venido del propio corazón de la galaxia, echaría raíces en el alma humana, levantaría un tronco del que surgirían interminables ramas, de las que saldrían ramilletes de hojas verdes, para dar interminables frutos. Y cuando brotaran esos frutos en el alma humana, ésta sentiría el deseo de compartirlos con otras almas sedientas de conocimiento, de paz, de armonía, de recuerdo de los tiempos pasados. Entonces, en ese momento, la ceiba habría cumplido su propósito, aunque hubiera sido después de muchos siglos.

El tiempo no existe para la conciencia de un árbol, pues se perpetúa por siempre en la espera...

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