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Cada una de nuestras acciones cotidianas, desde la más sencilla hasta la más compleja, desde pedir que nos levanten en la mañana o elaborar un plan de inversión económica, es el resultado de un proceso de elección. Frente a nosotros hay una red infinita de posibilidades, y a ellas podemos llegar seleccionando desde el amor o desde el miedo.

Muchas decisiones pueden parecer obvias, pero en realidad no lo son. El amor se despliega en una gama infinita de apariencias: la sonrisa de un niño, un “¿por favor me ayudas?”, la constancia para investigar un nuevo conocimiento, la paciencia para construir una relación, el abrazo del amigo, un beso de buenas noches.

El miedo a su vez, tiene una gran versatilidad. A veces se viste de complacencia y afirma: “lo que yo quiero no importa, hagámoslo como tú digas”. Se enmascara de violento para decir que el hombre es un lobo para el hombre y, en consecuencia, la vida es una guerra sin cuartel. Habla con gran obediencia y prudencia para acatar las propuestas de la autoridad. Se cree asertivo cuando escala posiciones y se instala en el poder dejando atrás a sus más leales amigos. En ocasiones, diferenciar si la acción surge del amor o del miedo, puede ser más complejo.

Son muchas las personas que en la consulta dicen: “le quiero tanto que no puedo imaginar mi vida lejos de su presencia”. Aunque parece evidente que aquí se habla de amar, la experiencia en que vive esta persona no es amor sino miedo. En principio, de acuerdo con una nuestra historia cultural, el miedo de perder la persona amada es completamente entendible. Pero qué situación más peligrosa y paradójica. El amor se convierte en un riesgo, una fuente de peligro, en una posibilidad de dolor y, sobre todo, puede quitarnos la autonomía sobre nuestra propia vida.

De esa forma peculiar, al buscar vivir el amor nos encontramos cercados por los miedos: el de la pérdida, el de sufrir, el de no ser correspondidos, el de ser subvalorados o utilizados, el de volvernos sumisos en manos del otro hasta perder la identidad. Aunque el objetivo sea el amor, es el miedo el que se convierte en el protagonista principal y organiza, domina y confunde el escenario del afecto, al desconocer lo esencial, es decir, que el amor libera. El miedo, en cambio, subyuga.

Llama la atención la frecuencia con que el amor de los padres habla desde el miedo. Por ejemplo cuando prohíbe a los hijos la exploración de sus propios caminos, en el supuesto de que los padres conocen el peligro que esas decisiones entrañan. El punto es que al decidir que los hijos no pueden enfrentar las dificultades, tambien se les impide el desarrollo de sus recursos. Aunque sea el cuidado el objetivo de la acción, es el miedo, con todas sus consecuencias limitantes, lo que anima la decisión.

Otras veces, por ejemplo cuando enfrentamos el final de una relación o de un proyecto de vida y nos encontramos inmersos en el dolor, es precisamente la fuerza del amor que existe en fondo de cada ser humano, lo que nos permite seguir avanzando, atravesar la crisis, volver a ver la luz, y sonreír. Aunque el dolor sea lo que aparece, en verdad lo que sostiene la vida en ese momento es el amor.

En la consulta se oye esta afirmación: “yo creí que nunca iba a volver a sentirme bien, pero poco a poco me he ido encontrado con lo que en verdad soy, siento amor frente a mí mismo y a mis circunstancias, siento que la vida vale la pena”.

Para elegir cual de los dos caminos tomar, lo primero es tener claro cuál es el sentimiento que estamos experimentando. Podemos reconocer que el miedo es lo que nos impulsa cuando se dan, por lo menos, las siguientes condiciones: pensar que algo malo me va pasar, que mis recursos no son suficientes y que no puedo o no tengo a quién pedir ayuda. En esos escenarios, nos paralizamos o transformamos el miedo en agresión y damos una pelea para ganar o perder.

Recocemos que el amor nos impulsa cuando pensamos que en la vida hay sucesos malos o buenos y que de todos podemos aprender, que nuestros recursos pueden ser suficientes y, si no lo son, podemos recibir ayuda. Es más: que siempre recibimos ayuda, que en verdad nunca estamos solos pero, sobre todo, que frente a los demás tambien somos compañía, porque formamos parte de una red humana dedicada al cuidado y a la protección. Todos tienen su propia red.

El camino que elegimos, libre y amoroso, o dominado y asustado, dará forma a nuestra vida y a nuestro futuro. Recordemos: nadie vive solo. Entonces con las decisiones que tomemos, por pequeñas que sean, también daremos forma al devenir de la sociedad en que vivimos.

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