A quien no cambia con el cambio, lo cambia el cambio
Constantemente la vida nos pide cambiar. Nos es raro que las voces de los amigos de vez en cuando nos lo pidan y no falta quien, molesto con nosotros, quiera imponérnoslo como condición para seguir en una relación afectiva o en un trabajo. Muchas veces no entendemos esas señales; no estamos en contacto con nosotros mismos; no notamos lo que nos sucede. En otras, el cambio nos asusta porque desconfiamos de lo que viene.
La realidad es que cambiar es natural, pero la cultura al proponernos maneras de vivir que nos alejan de nuestros verdaderos sentimientos, lo prohíbe como si fuera algo peligroso. Así, lo que se promueve es quedarse fijos en una manera de pensar o de vivir. Lo doloroso es que cuando detenemos nuestro desarrollo y permanecemos atados a una pauta de comportamiento, el amor se pierde. Nos volvemos rígidos o intolerantes, nos enfermamos.
Afirmar que alguien siempre ha sido así es una sentencia que produce sensación de solidez y de seguridad. Por el contrario, miramos con desconfianza a las personas que pueden cambiar de perspectiva. Por ejemplo, si alguien ha creído algo y lo ha formulado en público, tiene que casarse con esa idea. Pero si lo piensa mejor, adquiere nuevas informaciones y cambia de opinión, lo más probable que ocurra es que la gente diga que esta persona no es confiable.
Curioso: en general, se le tiene mas confianza a quién nunca cambia aunque las circunstancias así lo requieran que, a quien gozando de una buena visión, se adelanta a las situaciones y vislumbra las nuevas posibilidades.
Nuestro desarrollo desde luego se alimenta del cambio. Pero las creencias como aquella que afirma que es mejor bueno conocido que malo por conocer, o las advertencias como “para qué probar si no hay nada nuevo bajo el sol”, hacen que la incertidumbre se perciba como peligrosa y que cambiar sea una fuente de ansiedad. Así, el camino de la transformación se vislumbra como desconocido y difícil.
Cuando percibimos que el matrimonio nos incomoda; que vivir en la casa de los padres nos limita; que el trato que el jefe nos da nos incomoda; que el trabajo ya no es estimulante; que necesitamos un cambio; lo que automáticamente se nos viene a la cabeza es que estamos ante una crisis. Sabemos, o mejor, suponemos que estamos en problemas y que el futuro será peor que el presente.
Sin embargo, es inevitable cambiar. ¿Cómo hacerlo sin destruir nuestro pasado, sin negarnos, sin recurrir a la idea de que somos inmaduros o torpes?
No es raro oír, en la consulta: “Acabo de comenzar una relación y tengo la sensación de estar haciendo lo mismo que hice en las anteriores. Todo parece muy bien, cuido al otro, hago todo lo que él necesita, me he vuelto indispensable para su vida.” Desde luego se sienten felices. Pero la persona me explica: “lo que temo es lo que siempre me pasa, después depende tanto de mí que yo mismo ya no puedo admirarle. Siempre hago lo mismo, no tengo remedio, siempre daño mis relaciones.” Este es un relato que puede corresponder a un hombre o a una mujer, a un joven o una persona de la tercera edad.
Lo que sucede es que las personas están atascadas en formas de relación que aprendieron cuando hicieron la conquista y al encontrarlas útiles y exitosas, no se atrevieron a cambiar. Pero luego esa relación se convierte en una trampa para ambos: uno tiene el hábito de encantar haciéndose necesario y el otro tiene la costumbre de perder su autonomía cuando lo adivinan.
Para pasar del encantamiento al amor tendrán que arriesgarse a cambiar. El amor no sobrevive a la pérdida de la autonomía ni a la pérdida de la admiración.
Cambiar, tiene que ver con explorar las infinitas posibilidades que cada situación tiene para resolverse; tiene que ver con aceptar que una vez iniciamos el cambio, nos volveremos más creativos y estaremos en verdadero contacto con nosotros y con los otros.
Tiene que ver con reconocer que somos nuestra propia fuente de recursos y que ellos se despliegan generosamente cuando somos profundamente honestos y congruentes, tiene que ver con tomar el riesgo de hacer algo que nunca hemos hecho antes, o hacer las mismas cosas de una nueva manera.
Pero sobre todo, cambiar tiene que ver con ser sensibles a lo que somos y a lo que podemos ser, a lo que otros son y lo que pueden ser. La famosa terapeuta Virginia Satir nos invita a vivir en esa sensibilidad y en esa confianza cuando afirma: “Yo creo que el regalo más grande que puedo recibir de los otros es ser vista, oída, entendida y tocada por ellos; el mejor regalo que yo puedo ofrecer es ver, oír, y tocar al otro pues cuando eso ocurre siento que el contacto se ha hecho.”
Cuando hacemos contacto con lo que somos, cuando nos encontramos con nosotros mismos, cuando entendemos que nuestro pasado no es igual a nuestro futuro, aceptamos que el cambio es maravilloso y la vida puede fluir
Afirmar que alguien siempre ha sido así es una sentencia que produce sensación de solidez y de seguridad. Por el contrario, miramos con desconfianza a las personas que pueden cambiar de perspectiva. Por ejemplo, si alguien ha creído algo y lo ha formulado en público, tiene que casarse con esa idea. Pero si lo piensa mejor, adquiere nuevas informaciones y cambia de opinión, lo más probable que ocurra es que la gente diga que esta persona no es confiable.
Curioso: en general, se le tiene mas confianza a quién nunca cambia aunque las circunstancias así lo requieran que, a quien gozando de una buena visión, se adelanta a las situaciones y vislumbra las nuevas posibilidades.
Nuestro desarrollo desde luego se alimenta del cambio. Pero las creencias como aquella que afirma que es mejor bueno conocido que malo por conocer, o las advertencias como “para qué probar si no hay nada nuevo bajo el sol”, hacen que la incertidumbre se perciba como peligrosa y que cambiar sea una fuente de ansiedad. Así, el camino de la transformación se vislumbra como desconocido y difícil.
Cuando percibimos que el matrimonio nos incomoda; que vivir en la casa de los padres nos limita; que el trato que el jefe nos da nos incomoda; que el trabajo ya no es estimulante; que necesitamos un cambio; lo que automáticamente se nos viene a la cabeza es que estamos ante una crisis. Sabemos, o mejor, suponemos que estamos en problemas y que el futuro será peor que el presente.
Sin embargo, es inevitable cambiar. ¿Cómo hacerlo sin destruir nuestro pasado, sin negarnos, sin recurrir a la idea de que somos inmaduros o torpes?
No es raro oír, en la consulta: “Acabo de comenzar una relación y tengo la sensación de estar haciendo lo mismo que hice en las anteriores. Todo parece muy bien, cuido al otro, hago todo lo que él necesita, me he vuelto indispensable para su vida.” Desde luego se sienten felices. Pero la persona me explica: “lo que temo es lo que siempre me pasa, después depende tanto de mí que yo mismo ya no puedo admirarle. Siempre hago lo mismo, no tengo remedio, siempre daño mis relaciones.” Este es un relato que puede corresponder a un hombre o a una mujer, a un joven o una persona de la tercera edad.
Lo que sucede es que las personas están atascadas en formas de relación que aprendieron cuando hicieron la conquista y al encontrarlas útiles y exitosas, no se atrevieron a cambiar. Pero luego esa relación se convierte en una trampa para ambos: uno tiene el hábito de encantar haciéndose necesario y el otro tiene la costumbre de perder su autonomía cuando lo adivinan.
Para pasar del encantamiento al amor tendrán que arriesgarse a cambiar. El amor no sobrevive a la pérdida de la autonomía ni a la pérdida de la admiración.
Cambiar, tiene que ver con explorar las infinitas posibilidades que cada situación tiene para resolverse; tiene que ver con aceptar que una vez iniciamos el cambio, nos volveremos más creativos y estaremos en verdadero contacto con nosotros y con los otros.
Tiene que ver con reconocer que somos nuestra propia fuente de recursos y que ellos se despliegan generosamente cuando somos profundamente honestos y congruentes, tiene que ver con tomar el riesgo de hacer algo que nunca hemos hecho antes, o hacer las mismas cosas de una nueva manera.
Pero sobre todo, cambiar tiene que ver con ser sensibles a lo que somos y a lo que podemos ser, a lo que otros son y lo que pueden ser. La famosa terapeuta Virginia Satir nos invita a vivir en esa sensibilidad y en esa confianza cuando afirma: “Yo creo que el regalo más grande que puedo recibir de los otros es ser vista, oída, entendida y tocada por ellos; el mejor regalo que yo puedo ofrecer es ver, oír, y tocar al otro pues cuando eso ocurre siento que el contacto se ha hecho.”
Cuando hacemos contacto con lo que somos, cuando nos encontramos con nosotros mismos, cuando entendemos que nuestro pasado no es igual a nuestro futuro, aceptamos que el cambio es maravilloso y la vida puede fluir
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