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Nuestra voz interior nunca descansa: se pasa el día entero dando la murga con un caos de pensamientos. La meditación es una buena forma de ponerla a raya y, por fin, descansar.
Durante el año estamos tan inmiscuidos en nuestros propios asuntos que a veces pasamos por alto este ruido, lo tomamos como parte de nuestro paisaje habitual, como ese edificio modernista que tenemos enfrente y que solemos ignorar. Pero ante el abismo del dolce far niente vacacional, los sonidos se acentúan hasta doler. Si bien es cierto que no podemos controlar la música alta ni los claxon de los coches y que, por tanto, debemos aceptarlo -actuar de otra manera sería, sin duda, estresante además de estéril-, hay otro ruido que sí podemos silenciar: el llamado ruido interior.
No podemos dejar de pensar, sólo faltaría (aunque algunos protagonistas de la actualidad parecen hacerlo), pero podemos gestionar mejor nuestros pensamientos gracias a la meditación. Se trata de usar la mente; no de ser usados por ella.
La primera distinción es básica: el silencio no es ausencia de ruido exterior. De nada sirve pasar las vacaciones en un paraje solitario en la montaña, si no logramos acallar algunos sonidos -algunos- que tienen lugar en nuestra mente. Aunque parezca mentira, tenemos cada día entre cuarenta mil y sesenta mil pensamientos. Se comportan de manera anárquica y caprichosa, sin que nosotros los controlemos. Si no hacemos un esfuerzo, la inercia nos lleva a pasarnos las vacaciones, y no digamos ya los periodos de duro trabajo, esclavizados por el libre discurrir de nuestra mente: "un mono loco", según el budismo. Si eso nos ocurre en vacaciones, es decir, si no somos capaces de desconectar de esa cháchara incesante, lamentablemente nuestro cuerpo regresará a casa relajado, pero no así nuestra mente. Porque la mente, ya se sabe, suele ser obsesiva. Habremos pasado las vacaciones dando vueltas a las cosas, anticipando el futuro, recordando el pasado, y nos habremos perdido lo único que de verdad existe: el momento presente, el aquí y el ahora.
Hagamos una prueba. Si nos quedamos unos minutos en silencio, cerramos los ojos e intentamos ser conscientes de los pensamientos que nos asaltan —o sea, si meditamos—, nos daremos cuenta de lo que pasa en nuestra cabeza durante todo el día: es como tener dentro una radio permanentemente enchufada, que prácticamente emite el mismo programa un día tras otro, porque tenemos casi el mismo patrón de pensamientos un día tras otro. Los meditadores expertos, cuando observan su mente como si fuese una película, llegan a la conclusión, según afirma Juan Manzanera, monje budista y profesor de meditación, que no somos nuestros pensamientos, "al igual que las olas del mar no son el mar".
La meditación
Observar nuestros pensamientos como si fueran una película
Si nos fijamos más aún, nos daremos cuenta de que hay un instante muy breve entre pensamiento y pensamiento en que no sucede nada, en que no pensamos nada, en que no oímos nada. Ese es el silencio interior, y los que se han dedicado a ello con ahínco son capaces de rescatar este silencio y prolongarlo casi a su antojo. Eso se consigue a través de la meditación, que es una práctica estrechamente vinculada a la actividad espiritual, pero que no se adscribe a una religión en concreto. De hecho, una de las grandezas de la meditación es, precisamente, que forma parte del lecho común de la mayoría de religiones. Para todas ellas, la meditación es una manera no sólo de concentrar la mente en una sola cosa, sino de conectar con algo más allá de la realidad sensible, con eso que cada ser humano tiene de divino. El budismo, por ejemplo, que no podemos definirlo como una religión, sino más bien como una filosofía, dice que a través de la meditación descubrimos no sólo que formamos parte de un universo interconectado, sino que, además, ese universo interconectado está, en su totalidad, dentro de cada uno de nosotros.
El silencio
No dejarse apabullar por el continuo parloteo de la mente
"En todos y cada uno de nosotros está toda la felicidad; lo único que nos impide disfrutarla es la propia mente: las creencias limitantes, los miedos, los deseos, la expectativas". En sus torpes inicios, al intentar fijar la atención en una sola cosa -por ejemplo, la entrada y la salida del aire- el narrador se da cuenta de lo difícil que resulta: perdemos la atención entre seis y doce veces por minuto. "Ahora desfilan muchas cosas por tu mente, pero si no les das importancia irán decreciendo hasta que conseguirás una mente clara que será como un espejo de lo que te rodea".

Así, Juan Manzanera, cuya sabiduría es fruto de años viviendo en Nepal y en India como discípulo de un lama, asevera que "el silencio interior no es una consecuencia de haber reprimido los pensamientos, sino de ir más allá de ellos". Manzanera asegura que cuando dejamos de nutrir a los pensamientos, ellos mismos se van. Igual que las nubes que cruzan el cielo: sin recrearse en ellas, el azul las deja pasar.
El yo profundo
El que está considerado –según los científicos– “el hombre más feliz del mundo”, el monje budista Matthieu Ricard, dice que el silencio interior es parte del camino a la felicidad, pero que para conseguirlo hay que vencer el síndrome del pájaro enjaulado, al que cuando se le abren las puertas de su jaula no puede hacer nada más que acabar regresando. El silencio interior es una conquista. Si lo conseguimos, según Darío Lostado, reputado filósofo, teólogo y psicólogo, llegaremos a lo que él llama “sentir el yo profundo”, es decir, lo que queda cuando trascendemos nuestro cuerpo, nuestros pensamientos y nuestras emociones.
GÁSPAR HERNÁNDEZ - Diario El País-España

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