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Vaivenes y potenciales de la vida compartida.





La cercanía entre los seres no se mide en centímetros. La proximidad de las parejas no se tabula en meras medidas. Las distancias tampoco se estiman por normas simplemente numéricas. La regla es aparente y sus divisiones divagan.

Solamente tocar no asegura llegar. Detrás del roce hay profundidades ignotas; más allá del beso murmuran las olas de mares recónditos. El universo del ojo interno no tiene confines, y para el intruso no hay indicadores.

Seguimos compartiendo el mismísimo colchón a lo largo de casi un cuarto de siglo, piel con piel, piel contra piel, una tercera parte de nuestras vidas juntos. A veces abravesamos el tacto, la tierra incógnita detrás de la frontera del contacto, alcanzando una unión total; a veces, aún juntos, las distancias no se pueden calcular ni en años luz.

Confrontando caras o colas, el espacio que nos separa o el contacto que nos acopla parece idéntico. Pero en el sutil terreno de las sensibilidades las cercanías se miden en ciclos, se evalúan en intangibles altibajos de torpes o tempestuosos temperamentos. Se regulan por impulsos intuitivos que aparentemente se escapan de nuestro dominio doméstico.

El dolor de la distancia penetra el ser a pesar del aparente estar juntos, señalando estados desdibujados donde el centro se desliza  y se refugia en los rincones oscuros de su interior. Se esconde detrás de su parecer, confundiendo al público pero no a la pareja. 

Las angustias de estas ausencias en cuerpo presente carcomen la plenitud de la cercanía. Hasta que vuelva el viajero, hasta una relajada reunión, no hay paz posible.

La realidad no es el gran generador de distancias. Son las fábulas, las fantasías que descolocan los equilibrios, despistan los sentidos. El casete del cerebro repite algún agravio de la antigüedad, exagerado. Alguna programación primitiva rompe repentinamente la tranquilidad y, aunque los dedos siguen entrelazados, la mente viaja en otras esferas, imagina otras galaxias donde los dilemas se desvanecen y las tensiones explotan en idílicas ondas alfa.

Hay horas en que nada atasca la aparentemente eterna armonía, en que no hay verbos para calificar el grado de síntesis de la pareja integrada, entregada. Instantes en que el cosmos nos come y somos sólo polvo de estrellas, pulsaciones de paz perdidas en el descubrimiento de un Todo que nos devora deliciosamente.

Así son los vaivenes de una vida compartida: fugaces centellas de rapto, continuas rectas de saludable felicidad y la ocasional curva angustiante, donde la distancia se inmiscuye a pesar de la concordia entre dos cuerpos unidos en la constante carrera de mantener vigente la claridad y la espontaneidad de una relación que cruje, crece, corroe y continúa reconociendo los espacios, las distancias, brújula en mano, siempre atentos al estar del otro, siempre preparados a agarrar el imán para atraer al otro de vuelta de los reinos donde a veces huye en sus incontrolables escapadas.

A veces es difícil acortar caminos y el alejamiento pesa; pero cuando uno se dedica a seducir al extraviado de sus delirios, sus ilusiones, vuelven a reunirse en el vacío donde las interferencias y las fricciones se hacen ficciones y la realidad de la cercanía vuelve a materializarse en dos recipientes de piel que entremezclan todos sus contenidos y logran ese enlace que es el resultado de dos seres que solos son uno más uno, pero juntos suman mucho más.

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